En “Territorio comanche” de Arturo
Pérez Reverte son los comanches los que sirven de metáfora. Bosnia es un
territorio salvaje, brutal, los habitantes de los Balcanes son como los indios
de las películas de vaqueros. Los granjeros en este caso serían los europeos
civilizados. La brutalidad increíble que se desató durante las guerras
balcánicas de los noventa aparece como una regresión a estadios anteriores de
cultura, como fracturas de la civilización en aras de la religión, la nación, etc.
Y aunque Reverte carga la tinta sobre los serbios no ahorra alusiones a la
brutalidad de los croatas y otros grupos. Y hay un periodista fascinado por la
violencia que está empeñado en fotografiar un puente hundiéndose. La civilizada
Europa quiere sensaciones fuertes, quiere balas y niños agonizando. Y así se lo
exigen a sus reporteros si quieren ser publicados. También en Reverte, como en
otros autores, funciona como metáfora el hotel Holiday Inn. Muchos hablan de
las balas que entraban por las ventanas de sus habitaciones, cuando una gran
parte de ellas están orientadas hacia el norte y los francotiradores disparaban
desde el sur; no podía haber ni un solo impacto en la pared ni el cielo raso;
pero la literatura consiste en metáforas.
Hay una novela extraordinaria de Javier Reverte
que se titula “La noche detenida”. En ella no se limita a los tópicos
simplistas, qué malos son los serbios, que mártires los bosnios musulmanes,
etc. La novela señala como los gobernantes musulmanes de una parte de Sarajevo,
que son para el mundo una metáfora de la cultura y la tolerancia y los libros
(aunque su líder Itzebegović preconizaba ya en los años setenta un estado
musulmán desde Marruecos hasta la India) le venden la comida de la ONU a su
propia población, filtran quien puede pasar por el pasillo al aeropuerto, etc.
Pero la novela es mucho más profunda y habla de un encuentro amoroso fugaz y
desesperado entre un periodista y una mujer a la que va a llevar un recado de
su marido. Y la noche (detenida) es una metáfora de libertad más allá de las
rigideces de los hombres, de sueño, de realizar lo imposible fuera del tiempo
histórico, de tocarse dos cuerpos intensamente más allá de los tiros y los
prejuicios.
La biblioteca de Sarajevo, que en el
momento del atentado contra el heredero de Austria-Hungría era el Ayuntamiento,
se ha usado por tanta literatura barata de reportaje como la metáfora de la
cultura contra la barbarie (solo serbia). Y luego se habla de ayudas
internacionales para reconstruir esa biblioteca, de falta de dinero, etc. Pero
el gobierno islámico de Bosnia sí ha tenido dinero para construir una
Biblioteca Islámica, de la cual no se habla. La literatura se arraiga en la
vida, profundiza en ella, pero la literatura barata se queda en el aire.
En “El oficio de matar” de Norbert
Gstrein la metáfora es la palabra oficio. El narrador habla de un escritor
mediocre que a su vez sigue a un periodista asesinado en Kosovo que una vez le
preguntó a un militar croata qué se sentía al matar a alguien. En un pasaje se
nos da a entender que el militar obliga al periodista a sujetar un fusil y
observar por la mirilla un objetivo lejano y disparar. Y es que en eso se
convierte el matar durante una contienda como esa: en un oficio, una acción
rutinaria, eliminar como si nada a un objetivo que se mueve a lo lejos. Más o
menos como la trivialidad del mal de que hablaba Hanna Arendt, o el eliminar
bichitos tal como los ve Orson Welles/Harry Lime desde lo alto de la noria de
Viena en “El tercer hombre”. En guerras como ésta el enemigo de nación o
religión se deshumaniza, se despersonaliza, es solo un número, no tiene carne
ni hueso ni identidad.
“El violonchelista de Sarajevo” de
Steven Galloway plantea otra metáfora muy eficaz basada en un violonchelista
real que trabajó en Sarajevo durante la guerra civil (el sur de Sarajevo era
serbobosnio, el norte era bosnio musulmán). Está muy claro: el violonchelista
representa la música, la sensibilidad, el humanismo, la posibilidad de
comprenderse, contra las balas ciegas, el fanatismo que destruye todo, la
ferocidad. La protagonista de la novela es una francotiradora musulmana bosnia
que protege al violonchelista y consigue eliminar al francotirador enemigo que
lo amenaza. Pero cuando sus jefes le ordenan eliminar en el lado serbio a un
anciano desarmado y ella se niega, la ejecutan a ella. De modo que los
violonchelos están en varios sitios. Y el amor a la música es relativo. En la
novela (aunque en una frase se dice textualmente que las cosas son claras, que
los malos son los malos) también aparece como los poderes musulmanes le venden
el agua de las fuentes públicas a su propia gente, trafican con los alimentos y
las salidas al aeropuerto, etc.
En “Como el soldado repara el gramófono”
de Saša Stanisić la metáfora vuelve a ser musical. El narrador es un joven que
vive en Visegrad, la ciudad del famoso puente sobre el Drina, y que tiene
familia de distintas razas y naciones (lo cual no importaba cuando todos eran
yugoslavos), y parientes con “nombres equivocados” que pueden provocarles la
muerte, y busca basándose en la guía de teléfonos de Sarajevo a su amada de
otra religión. En esa novela vuelve a ser el fanatismo la peste inhumana en
medio de una celebración de la vida llena de humor y desenfado y música como
despelote en el sentido de las películas de Kusturica o las composiciones de
Goran Bregović.
La famosísima “El puente sobre el Drina”
de Ivo Andrić presenta el puente (había tantos puentes en Yugoslavia, y eran
tan necesarios) como la unión imposible, primero impuesta brutalmente por los
turcos (para enlazar con los centros del poder en Estambul), luego por los
austriacos, más tarde un sueño de colaboración entre ciudadanos iguales en
derechos de distintas nacionalidades en Yugoslavia. Y también aparece como un
elemento extraterritorial, un lugar sobre el agua y la vibración y del sueño, a
la cual se arroja Fata cuando el tradicionalismo de su padre le impone un
matrimonio odioso.
“Los guardianes del libro”, de la
australiana Geraldine Brooks, una obra tan documentada y con tan buena
ambientación histórica, que sigue los avatares del valioso manuscrito judío
Sarajevo Hagaddah, desde los sefardíes en el siglo XV pasando por su
persecución por las nazis en la Segunda Guerra Mundial y las peleas por
protegerlo durante los bombardeos de los años noventa, jugando al final con una
duda ambigua de si se queda en Sarajevo una copia perfecta o el original,
convierte al libro en un símbolo de todos los sufrimientos de los pueblos perseguidos,
de la lucha de la creatividad a través de la Historia y los Fanatismos, símbolo
de una mezcla de culturas y orígenes que se vuelve tremendamente fecunda,
porque el libro recibe aportaciones muy variadas, mezcla la vivacidad de las
miniaturas realizadas por una esclava negra en el norte de África con las
exquisiteces de seres perseguidos en el Mediterráneo, siendo el monumento de un
pueblo perseguido tiene un origen mixto que le da un encanto aún más
misterioso. Por lo demás, el manuscrito también se convierte en metáfora de las
luchas por el poder, de perseguir un objeto por su valor monetario y no por su
valor artístico, y de cómo a pesar de todo personas solitarias que nadie
sospecha lo aman con generosidad y se arriesgan por él más allá de los poderes
y mentiras y mezquindades. Podría representar el heroísmo anónimo de seres que
lo escribieron y de otros que lo preservaron fascinados.
En “El olor de la lluvia en los
Balcanes” de Gordana Kuić, la historia de las hermanas Salom que tienen una
tienda de moda en Sarajevo y escapan del fanatismo brutal de los nazis y
sobreviven llenas de fuerza y de imaginación y de gracia como pueden, la lluvia
es una metáfora del intimismo que escapa a todas las constricciones, de la
naturaleza que va más allá de los absurdos humanos, de la sensualidad femenina
que los conceptos de los hombres (los conceptos son los que trituran la vida)
acorralan pero donde ellas se refugian, de la serenidad que protege de la
ferocidad de las naciones y las ideologías. Una mujer de cualquier raza o
nación vibra con la lluvia por mucho que digan todas las doctrinas feroces.
En “Fantasmas balcánicos” de Robert
Kaplan son los fantasmas como supervivencias de estadios anteriores a la
civilización, como lo numinoso que regresa de manera amenazadora siempre, la
Némesis indomeñable que vuelve a por nosotros. Kaplan hace un recorrido
espeluznante por la historia reciente de los Balcanes sin ahorrar atrocidades y
sensacionalismos, nos convence de que son un territorio maldito, de que no hay
solución para ellos. Los Balcanes son asiáticos y de ahí les viene su ferocidad
y su falta de civilización y de humanismo y no tienen remedio. Incluso la misma
Grecia es a veces feroz y balcánica porque es asiática y bizantina. Los
balcánicos están todos encerrados en sus ferocidades vampíricas y son poco
humanos, esa es la lección.
“Como si yo no estuviera”, de la
croata Slavenka Drakulić, una de las “brujas de Zagreb” (expresiva metáfora,
que le adjudicaron porque se opuso al nacionalismo croata) utiliza la metáfora
de la Ausencia. Si a las mujeres croatas que estuvieron en campos serbios (pero
ella habla ante todo de seres humanos humillados por otros seres humanos) las
tratan como pre humanas, como amasijos, les quitan su personalidad y su nombre,
ellas se defienden a veces con la Ausencia, por retirarse a lo más profundo de
sí mismas, hacer como si no estuvieran allí, como si ellas no habitaran su
cuerpo maltratado, y vivir en la Ausencia como en una desgarrada libertad y
humanidad.
Muchos bosnios de todas las tendencias
podrían haber aprendido a no matarse de Mesa Selimović en “El derviche y la
muerte” cuando dice: “El hombre no es un árbol y las ataduras constituyen
su mayor infortunio. El arraigamiento es el inicio de la vejez porque el hombre
es joven mientras no le asusta recomenzar”. Muchas veces yo pensé que los
hombres no son árboles sino aves libres antes de sospechar que existía Selimović.
Pero la metáfora del árbol y las raíces se ha usado muchas veces para
justificar el aldeanismo nacionalista y su no ver más allá de las narices.
El “Diccionario Jázaro” de Milorad
Pavić usa a los jázaros como una metáfora de un pueblo errante que no tenía
territorio definido, que cambiaba de religión, que era una pura inconcreción
histórica y espacial y acaba desapareciendo, que vive casi solo en las palabras
y la fantasía, e indirectamente nos habla de que por muchas raíces que echemos
todos estamos en el aire y somos pasajeros y vamos a desaparecer, y todo lo que
consideramos indiscutible está sometido a infinidad de versiones. Y otra
metáfora es la del Diccionario del que se dan distintas versiones, en el cual
seres de distintas religiones se sueñan unos a otros, y los demonios son tan
respetables como los héroes, y todo puede ser un sueño, o un libro, o una serie
de palabras. Incluso da dos versiones (masculina y femenina) del mismo libro,
para hacer que, al modo de Borges, todo se difumine en el aire. Es el colmo del
relativizar el nacionalismo, y a pesar de todo un autor croata vio nacionalismo
serbio escondido en ese juego literario.
Ya en el siglo XIX Bram Stoker, el autor
de Drácula, con “La dama del sudario” introdujo una metáfora ambigua y
doble sobre los Balcanes obscuros y exóticos para Europa occidental. Por un
lado aparece una mujer misteriosa en las noches que sugiere el misterio de las
costas accidentadas e inexpugnables de Montenegro. Por otro lado la dama y el
fiordo de Kotor y la fortaleza en lo alto aparecen como metáfora de la lucha
indomable de los montenegrinos que se oponen a la prepotencia del Imperio
Turco. Y una empresa europea ayuda a la independencia de un minúsculo país.
Porque esa es la jugada: quitar los Balcanes a los turcos (o a los rusos) para
mejor sacar su tajada los europeos occidentales. Los Balcanes son una especie
de tierra de nadie oscura para repartirse unos u otros.
“La casa de nogal” de Miljenko Jergović
narra hacia atrás la vida de una anciana bosnia que se ha vuelto loca y a la
que han ingresado en un manicomio y que ha vivido a lo largo de casi todo el
siglo veinte todo tipo de dominaciones, brutalidades y fanatismos, todos los encierros
de la Historia, hasta llegar a la casa de nogal para sus muñecas que tenía
cuando era niña. La casa de nogal es la metáfora de ese territorio mítico de la
infancia, anterior a la Historia y a sus brutalidades, la época del juego y la
imaginación y todas las posibilidades de la vida antes de que sea manchada por
las palabras y las doctrinas y los credos. La locura de la protagonista desde
su edén inicial significa su huida de la Historia como el verdadero manicomio,
en el que los hombres están encerrados con todos sus absurdos y sus cortapisas,
empeñados en no dejarse vivir.
“Bajo el yugo”, de Iván Vasov, la
novela clave de Bulgaria, expresa la lucha contra la dominación turca, y el
yugo es la metáfora obvia de la sujeción, cuando la lengua de los búlgaros, sus
costumbres, sus amores, sus tradiciones, sus poemas, sus fiestas, sus templos
que tienen que construirse por debajo del nivel de la calle para que no las
vean los turcos, su sentido del humor, se ve aplastado por ese imperio que
aplastó tantas cosas brutalmente, desde los armenios hasta los árabes o los
eslavos.
En “La repetición” de Peter Handke
un hombre recorre los terrenos de Eslovenia que recorrió su hermano hace tiempo,
acompañado por un cuaderno donde aquel anotaba sus apuntes de agricultura. El
cuaderno es la metáfora de un intento de repetir el pasado que es imposible,
porque todo es una vivencia nueva siempre, y las repeticiones se enriquecen con
las diferencias pero también con los ecos (Kierkegaard decía que sin repetición
la vida sería un estrépito vano y vacío), en ese mundo en que Handke creía en
una Yugoslavia donde todos estaban unidos y repetían ciertos gestos y todos
eran humanos y ciudadanos. Pero también el karst, con su fantasía, sus
sorpresas, su ligereza, su sobresalto, es para Handke la metáfora de la
libertad y de la juventud mítica, lejos de cualquier rigidez, de cualquier
sujeción brutal. El Karst serían las fantasías del agua.
“La piel” de Curcio Malaparte
introduce una metáfora escalofriante sobre las atrocidades de los fascistas en
Croacia. El periodista visita a Ante Pavelić, muy sonriente y con cara muy
bondadosa, que habla con él, y encima de la mesa está todo el rato una fuente
enorme de algo que parecen ostras, o tal vez sea algún otro marisco, y que
parece amenizar la entrevista. Y cuando el periodista pregunta al final el
líder fascista dice sin darle importancia que son ojos de serbios capturados.
Aun adjudicando el episodio al sensacionalismo de Malaparte y su gusto por lo
espeluznante mezclado con una sensibilidad paradójica (le gustaban los
contrastes desconcertantes), el hecho sirve como metáfora terrible del
desprecio por el ser humano y la trivialización del exterminio que se dio tantas
veces en los Balcanes.
En “El palacio de los sueños”, en
los Balcanes del sur en Albania, Ismail Kadaré habla de un palacio donde un
montón de funcionarios meticulosos analizan los sueños de millones de
ciudadanos en busca de posibles deseos inconscientes prohibidos, semillas de
rebelión, insinuaciones de libertades inadmisibles. Los sueños son la metáfora
tan expresiva de todo lo reprimido que nunca puede aniquilarse, y el palacio
(metáfora del estalinismo) recuerda mucho al castillo de Kafka y su inhumanidad
burocrática y mecánica.
“Si un árbol cae” de Isabel Núñez
usa de nuevo la metáfora del árbol para decirnos que en los Balcanes un hombre
no vale más que un árbol, si se tala un árbol más o menos no le importa a
nadie, y las personas tampoco importan cuando se trata de hacer paisajismo con
naciones o doctrinas. Pero el libro es un canto a las bondades de Croacia y las
maldades de Serbia, de un simplismo decepcionante, la autora habla con un
montón de serbios y eslovenos, pero renuncia a hablar con serbios, porque ya
sabe de antemano que son los malos, ni siquiera le vale Pavić o tantos serbios
críticos con su gobierno. Incluso tiene miedo cuando se trata de coger un tren
a Belgrado, parece la historia de Caperucita y el Lobo. Y no le importa que su
libro esté incompleto con versiones de un solo bando, y dice que su editor le
ha dado permiso para ello. Y para ella la palabra “nacionalismo” significa solo
“nacionalismo serbio”, porque los croatas y todos los pueblos que no quieren
ser yugoslavos de ningún modo por supuesto no son nacionalistas.
En un sentido parecido está el “Cuaderno
de Sarajevo” de Juan Goytisolo, donde aparece un Sarajevo “multicultural” liderado
por el Itzebegović (quien defiende un estado islámico desde Marruecos hasta la
India, y apoyado por yihadistas venidos de muchos sitios), atacado por los
feroces serbios cristianos y eslavos. Para este autor todo el cristianismo es
sinónimo de intolerancia y fanatismo e Inquisición y persecución de otras
minorías, y se supone que el Islam es el territorio idílico de todas las
tolerancias. Para él la metáfora es la foto de un francotirador de una película
titulada “Tirador de élite” que ve en el aeropuerto antes de salir hacia
Sarajevo, y esa metáfora solo señala a los francotiradores serbios deseosos de
cazar bosnios musulmanes multiculturales, aunque en el mismo “Cuaderno” el imán
de la mezquita declare que la democracia europea no vale y solo sirve el islam.
De modo que querían la intervención humanitaria europea en nombre de lo humano
y lo multicultural para después deshacerse de esas palabras y centrarse en el
islam. Las metáforas pueden ser esclarecedoras, pero también pueden simplificar
y ofuscar.
El caso es que los Balcanes son ellos
mismos una metáfora del caos y la barbarie y a menudo hablamos de “balcanizar
una zona”, o de un “problema de balcanización”. Pero un autor en un artículo
muy lúcido ya habló de cómo interesa “balcanizar los Balcanes”, de cómo más que
una Yugoslavia unida a ciertos poderes les interesa mantener una serie de
pequeños estados intolerantes y excluyentes, porque son más manejables y
fáciles de explotar, y se puede uno meter allí con pretextos muy fáciles.
Interesa mantener los Balcanes como una zona desconcertante y salvaje más que
como un país unido donde todos sean ciudadanos con los mismos derechos, aunque
tengan una variedad y una riqueza cultural y una variedad de naturaleza y una
sorpresa constante y una inagotabilidad propia de los sueños. Aquello puede ser
un sueño novelesco de variedades y fantasías, de mezcla de todas las imágenes y
las religiones y las naciones y las lenguas (como Sarajevo en otras épocas), o
puede ser una pesadilla de enfrentamientos tribales, de exclusiones
terroríficas, de exterminios, de llamar brujas a las que no están de acuerdo
con los gritos futbolístico-nacionalistas, de despersonalización del otro (que
un tiempo era el próximo). Pero con tal de meter la nariz en la zona no
importan los argumentos. Porque algunos hablaban de una Bosnia multicultural
que incluyera diferentes naciones, pero entonces ¿por qué no mantener seguir
una Yugoslavia multicultural con diferentes naciones? Supongo que porque Bosnia
es débil y pequeñita y no estorba tanto. Al final una metáfora desolada es el
barco “La Gaviota” de la época de Tito que está esperando el desguace en un
rincón del puerto de Rijeka. Era un barco que los representaba a todos, y
quizás alguien escriba la historia onettiana de ese barco fracasado.
ANTONIO COSTA GÓMEZ
Nacido en Barcelona
en 1956, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió Filología Hispánica e
Historia del Arte y hoy es profesor de Literatura en enseñanza media. Ha
publicado libros en todos los géneros literarios: 'Revelación', 'Delirio del
fuego', 'El tamarindo', 'Las campanas', 'La reina secreta', 'La seda y la
niebla', etc. con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la
Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de
Amantes de Teruel en 1985. Con 'Las campanas' llegó a la última votación del
Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una
treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.
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