En los campos
Al comienzo viví en los campos, praderas amplias y abiertas. Me llamaban El caballo salvaje. Allá, donde los vientos se chocan pecho a pecho se extendía mi sitio bajo el sol. En los arroyos y manantiales saciaba mi sed y en las arboledas mis silencios y mis relinchos.
Mientras fui pequeño, me revolcaba en la hierba, corría y daba mordiscos con el resto de los potros. Alrededor de nosotros por todos lados crecían suficientes plantas para comer hasta hartarnos.
Si a veces los caballos adultos me echaban de lado y en realidad tenía muchísima hambre, casi siempre cerca de mí encontraba a mi madre con su leche. Entonces rápidamente me acercaba a ella y a las mil maravillas; alegre chupaba mi alimento. Todo surgía a mí alrededor. Persistentemente clavaba mi hocico debajo de sus lomos y ¡pedía mi derecho de tomar más y más!
La ley
Naturalmente, no pueden ni imaginar mi sorpresa en el momento cuando por primera vez oí que existía algo llamado Ley que vale desde el comienzo del mundo, según la que se desarrolla la vida de todos los caballos y que respetan hasta aquellos más fuertes y más sabios. - Eso no vale para mí – sacudí mi cabeza. – “¿Qué Ley? ¡Esos cuantos no valen ni un bledo! ¡Para mí lo más importante es mi libertad!”
La ley, por ejemplo, ordena que los caballos adultos ya no mamen.
- ¿Qué estupidez es esa? – me enojé –. ¿Por qué? ¿Por qué renunciar a tal delicia sólo por alguna Ley?
En mi ceguera ni siquiera noté que a mi madre le dolía mi comportamiento y que por mí se avergonzaba delante de nuestra manada. Porque, todos mis contemporáneos habían dejado de mamar hace ya mucho tiempo y yo todavía atacaba. Ella se defendía y resistía. Su corazón grande y cálido no podía resistir mis ataques. Yo era su favorito, su alegría, su debilidad y muchas veces me aprovechaba de eso. La molestaba y la forzaba hasta que al final dejara de resistirse. Entonces se escondía detrás de algún arbusto ocultándose de los demás caballos, me permitía mamar cuanto quería.
Soñaba que iba a ser un héroe, alguien quien demolerá la Ley. Por eso, un día soleado, delante de todos los caballos, abiertamente me acerqué a mi madre. Sin tomar en cuenta su asombro, muy seguro de mí mismo, bajé la cabeza debajo de su panza, pero en este momento sentí un golpe fuerte.
“¡Seguramente le caí mal a un potro nervioso! – paso por mí cabeza. Bajé la cola y el pescuezo tratando de meterme lo más posible debajo de la panza de mi madre, donde siempre en ocasiones parecidas encontraba un refugio seguro. Pero, tan sólo sentí una patada más fuerte.
Fuera de sí, me esforzaba en toda forma para meterme bajo la panza de mi madre. Lamentablemente, una vez más ella no lo entendió. Y de nuevo – un golpe.
Un casco duro como una piedra, me cayó encima por tercera vez. Me tropecé y caí de rodillas. Mi corazón empezó a gemir de dolor. No, ya no había ninguna duda. Me golpeó ella, mi madre. Pensé que la luz en el cielo se iba a apagar, no a causa de golpe sino a causa de mi tristeza.
- ¡Hasta el fin de mi vida ya no te pediré mamar! – juré con los dientes apretados.
El padre
Ya desde hace mucho tiempo sentía como desde un rincón me observaba un potro enorme. La manada decía que era hasta más fuerte que el mismo jefe. Eso se veía en las gruesas capas de músculos que marcaban su piel. Temblé tan sólo de su mirada en la sombra que hacía este gigante.
- ¡Hola, pequeño! – se dirigió a mí. – Ven acá para verte más de acerca.
En toda mi vida no había hablado con ningún potro. De esas bestias violentas nosotros los pequeños solamente podíamos recibir palizas. Por eso estábamos al lado de las yeguas.
- Yo soy tu padre –dijo.
- ¿Mi padre? – resplandecí como el brezal bajo la luz de la luna. – ¿Entonces, tú me vas a dar la ubre?
- Eso es cosa de las madres – respondió severamente.
- ¿Y los padres, a qué sirven ellos?
- Los padres tienen otra tarea. Vine a enseñártela….
- Pero, yo ya lo sé todo.
- Todavía no sabes cómo pelear.
- ¿Qué?
- Hace poco te vi como huías delante de uno de tus compañeros.
- Aquel “oreja grande” es el doble que yo – me rebelé.
- Hiciste bien.
- ¿Bien? – abrí la boca extrañado porque delante de mí estaba uno de los luchadores más grande de la manada, y él no podía ser un cobarde.
- La huida también es permitida si es parte del ataque.
- - Pero...
-Ves, todo depende del objetivo por el cual estás luchando. La lucha no es objetivo por sí misma, ella es solamente el camino para que se llegue a la meta establecida. Allá donde no hay objetivo, tampoco hay lucha; en ese caso es sólo una pelea. Solamente un tonto pelea por nada. El caballo que no tiene una meta corre al vacío como si fuera un ciego. ¿Has visto alguna vez a un caballo ciego como vaga hasta que no encuentra su muerte? Cuando en tu camino se te atraviese un ciego, con él no hay que empezar a luchar, es suficiente hacerte a un lado; él encontrará su ruina y sin ti. Para ti es más prudente guardar la fuerza para alguna otra ocasión. Toda lucha empieza mucho antes de su verdadero comienzo. La lucha empieza con el primer bocado de hierba, porque, ante todo, tienes que conquistarla a ella. ¡Y tú todavía buscas la leche materna! ¿Has visto alguna vez a los luchadores mamando? No, porque la leche es blanda. La fuerza está en la pradera abierta y tú la puedes buscar solamente allá. Ella se encuentra en el viento, en el sol y en las nubes. Ellos son tus primeros oponentes. Primero lucha con ellos y cuando los superes entenderás que la lucha no nace en tus músculos o tus cascos. Ella nace en tu mente. Por eso, sal valientemente entre los caballos y ante todo aprende a perder porque en cada momento tienes que saber qué es lo que se siente y para que esta listo aquel que pierde. No te preocupes si piensen que eres débil, torpe o ingenuo. También en la batalla perdida puedes ser campeón si has logrado tu objetivo, si aprendiste por lo menos un arte marcial y luego te retiraste… Hijo mío, la victoria en la que no has visto tu derrota, no es victoria. Cuídate de ella como si se tratara de veneno porque la victoria en la cual has superado solamente a tu opositor, pero no a ti mismo, es tu derrota. Tu verdadero opositor eres tú mismo. La única verdadera victoria ocurre en tu corazón. Y cuidado, nunca vayas dos veces por la misma huella. Cuando te ocurre algo malo, recuerda bien la razón de ello y no repitas de nuevo el mismo error.
- ¿Tú eres fuerte? – parpadeaba.
Sonrió.
- ¿Cuánto, en realidad cuánto eres fuerte?
- Lo suficiente.
- ¿Eres el más fuerte en la manada?
Sonrió de nuevo.
- ¿Cómo lo sabes?
Eso me dice cada brizna de hierba que muerdo. Eso puedes tú también. Cuando te vayas de aquí, escucha lo que te dice tu bocado de hierba. Pregúntale cómo eres de fuerte. Él te lo dirá seguramente.
- ¡Eso no es verdad! – salté –. Si fueras el más fuerte tú serías jefe de la manada.
- Es demasiado temprano para que lo entiendas, eres pequeño todavía.
- Aunque soy pequeño, sin embargo, algo sé.
- Mira, mira, y ¿qué es lo que sabes?
- Oí… se dice en los alrededores que el jefe de la manada teme de ti y que quiere quitarte la cabeza. Quiere matarte. ¿De verdad podrías superarlo?
- Sí, pero no lo quiero.
- ¿Por qué? Pero ¿por qué?
- Porque así lo dice la Ley. En ese caso yo tendría que ser el jefe de la manada.
Resplandecí como si el sol me hubiera iluminado. Eso me gustó.
- ¡Pero, yo no lo quiero! – agregó tranquilamente. – Ese no es mi objetivo.
- ¿No quieres? – decaí y confundido alcé la mirada. „Si lograra animarlo, si pudiera convencerlo, ¡nosotros dos cambiaríamos el mundo! ¡Qué vida daríamos a los caballos! “
- ¡Tú tienes que ser jefe de la manada! – temblé hasta el fondo de mi alma. – ¿Por qué soportas a este jefe, por qué lo escuchas? Él es malo. Todos dicen que es muy pérfido. Quiere salir de ti. Él siente que es más débil y quiere deshacerse de ti sin luchar. Por eso te manda justamente a ti en las luchas más peligrosas. ¡Todos lo ven menos tú!
- Hijo, lo que caballo piensa que más le conviene en realidad es lo que más daño le hace.
- Pero, tú… me ensoberbecía tratando de persuadirlo y al final me deshice delante de la mirada decidida de mi padre.
- Mi pequeño potro – dijo – si algo me pasa alguna vez, el viejo Blanco te estará cerca. Dirígete a él.
- El Blanco? ¡No lo quiero a él, te quiero a ti!
- Escúchalo, a él le puedes creer. – Y entonces mi padre se alejó a paso pesado.
Desde entonces pasábamos muchos días juntos. Él tratando persistentemente de que recordara sus palabras, y yo animándolo en vano para que fuera el jefe de la manada.
Una noche los lobos atacaron la manada. Ella se lanzó de repente. Todos los caballos empezaron a huir y el jefe de la manada envió a mi padre a que los devuelva y detenga la persecución de los lobos. Cuando lleguemos a sitio seguro, oí que las fieras lo habían matado.
Mientras la luna en algún lugar en la naturaleza les ofrecía homenaje a sus huesos, los caballos en nuestra manada susurraban:
- Fue un gran luchador…Rechazó ser jefe de la manada. No tuvo el corazón de enviar otros allá donde se derramaba sangre por nuestra existencia. Prefirió sacrificarse a sí mismo. Increíble, ¿entiendes?
Suspiré con tristeza. Mi corazón me dijo que yo quería a mi padre. Temblando me tiré al suelo, con el cuerpo doblado en forma de arco y con mi hocico, todavía pequeño, tristemente puesto sobre mis cascos. La hierba vespertina estaba cubierta de gotas aperladas.
Contra la Ley
Decepcionado con la Ley que me quitó a mi padre y por la cual me peleé con mi madre, bajé la cabeza y ya no me acercaba a nadie desde la salida hasta la puesta del sol. Justamente por el despecho con la Ley que determinaba que cada caballo salvaje tenía que vivir en manadas, decidí quedarme solo.
El sol y las estrellas se cambiaban y yo vagaba y me movía por los pastos desafiando al mundo y buscando mi propio camino. Estaba convencido de que solamente los débiles y cobardes vivían en manadas y que yo era diferente.
Desencantado con el género caballuno, me encabritaba y corría al galope hasta las últimas fuerzas. Por fin, sudado completamente, me temblaba hasta el último músculo. No veía ni oía nada a mí alrededor. Se me murieron hasta los instintos.
De repente frente a mí apareció una bestia sedienta de sangre. Nos miramos a los ojos, el cazador y la víctima. Temblé, el pelo se me erizó de miedo.
El asesino nervioso golpeaba con su pesada y gruesa cola por el suelo.
Empezó la lucha. Defendía aquel aliento que en la garganta significa vida. La bestia iba a mí alrededor cambiando de repente de dirección. Yo daba vueltas y saltaba en las patas posteriores golpeando fuertemente con los cascos delanteros, pero ella hábilmente me esquivaba. No sé de dónde sacaba tanta astucia. Fingía que no quería mi sangre, que sólo jugaba conmigo. Pero, sus afiladas garras se extendían y juntaban amenazantes, y sus colmillos brillaban peligrosamente. Sin embargo, lo que más me asustaba era su mirada helada sin compasión.
Provocándome con movimientos cada vez más violentos, con saltos y giros cada vez más rápidos, la bestia sacaba de mi cuerpo la última reserva de fuerza. Mi resistencia se debilitó y el criminal me rondaba con paciencia interminable y acechaba la ocasión para el arreglo final de las cuentas.
De repente, a nuestra cercanía se oyó relinchar. La bestia enojada, se volteó. El relincho se repitió. Sentí un aliento nuevo, una nueva esperanza, calor.
- Me busca; ¡mi madre, sin embargo, me quiere! – me turbé.
Rápido como un relámpago, el animal sediento de sangre voló con toda su fuerza. Corría velozmente hacia mi madre zigzagueando y aún desde lejos le cortaba la huida. A saltos fuertes apretaba y extendía su columna vertebral ágil como una víbora venenosa voladora.
Pero mi madre tampoco era ingenua. Ya corría al galope, lejana e inalcanzable, y detrás de ella flameaba su cola levantada en alto.
La bestia se volteó.
Entendí. Fue mí única posibilidad de salvación, pero ¿qué tipo de salvación? ¡En las cuatro patas! Salté y empecé a correr con toda mi fuerza. Me llevaban las alas del sol y no los cascos.
Cuando se dio cuenta que su presa escapa, el asesino soltó un grito horroroso. De este grito a todo ser viviente se le paró la sangre en las venas.
De nuevo en la manada
Aunque fui rebelde, me recibieron de nuevo en la manada. Les fueron suficientes los gritos que habían oído para entender lo que me había pasado. Me daban golpecitos con el hocico, por la espalda y por la crin. Lo entendieron todo. Sabía que estaba en territorio seguro y que de nuevo les pertenezco.
Esta vez la lección fue muy efectiva. ¿Cómo no iba a serla? Faltó poco para que pagara con mi cabeza. La Ley, sin embargo, existía. Decidí conocerla mejor.
Empecé cuidadosamente a observar el comportamiento de la manada. Mi curiosidad crecía día a día:
¿Cómo se huele enemigo? ¿Dónde está la comida? ¿Dónde el bebedero? ¿Cómo se educan los potros? ¿Cómo se doman los desobedientes? ¿Quién da la señal para correr al galope? ¿Quién elige los pastos? ¿Quién lleva la manada? ¿Quién obedece? ¿Quién manda? ¿Quién determina la Ley de la vida en los campos?
Sin embargo, entre más abría los ojos, algo en mí se agitaba más fuerte; una rebelión, una nueva resistencia. Sobre todo, cuando veía a los machos fuertes como maltrataban una jaca débil, algún potro o yegua. Por pura maldad a menudo enturbiaban el agua en el bebedero. Mordían y perseguían a cada desdichado si con su casco tocase solamente la hierba que ellos habían destinado para sí mismos. Todo en mí bullía y hervía.
- ¿Cómo es posible que eso también sea Ley? ¡Eso es injusto! ¿Quién hizo tal Ley?
- Esa es La Ley del más fuerte – me enseñó en voz baja el viejo Blanco bajando su cabeza cerca a la mía. – ¡Los fuertes determinan La ley!
Sus palabras mucho tiempo rodaron por mi cabeza.
Al mismo tiempo mi fuerza crecía. La recibía de la hierba y lo verde, de la lluvia y lo azul, del sol y de la luna. La sacaba del agua y del aire. No caballos, mis rivales eran los vientos y no pude tranquilizarme hasta el momento en el que los superé, hasta el momento cuando empezaron a soplar detrás de mis espaldas y yo los golpeaba con la cola por las narices.
¿Quién sabe cómo y cuándo?, pero, un día fui consciente de que estaba listo. Parecía que de las ventanas de mí nariz iba a salir humo con sólo mirar a alguien severamente. Mis músculos y mi voluntad empezaron a ser fuertes como si fueran hechos de pedernal. Ya no vagaba por el mundo sin rumbo. El mundo venía a encontrarse conmigo.
Bajé la cabeza y tranquilamente mordí mi matorral. Dejaba a la tierra que gobernara sobre la tierra, a la lluvia que gobernara sobre la lluvia, al viento que gobierne sobre el viento, y yo me gobernaba a mí mismo. La fuerza estaba en mí. Me sentía como una enorme nube de tempestad que se desliza sin embargo aparentemente calmada y perezosa, pero cada momento de ella puede salir un trueno y centellear un relámpago.
Jefe de la manada
La manada se trasladaba a otra pradera. Varios días pateamos por el desierto. Nuestros hocicos estaban cubiertos de polvo. Respirábamos como a través de una hoja transparente. La sed nos entró bajo la piel. Los más débiles ya empezaban a tropezar. De repente, por toda la manada pasó la voz:
- ¡Agua!
Como en delirio, nos lanzamos hacia el bebedor. Se precipitaron los jóvenes y los viejos. Los caballos se volvieron locos por la terrible sed. Se hizo un nudo, se levantaban en las patas traseras, miraban a través de las cabezas ajenas y daban vueltas. Nadie conseguía llegar hasta el agua. Nerviosismo y polvo. Todo en el mismo cráter.
- ¿Qué se atascó? – pregunté a la yegua más cercana.
- Los potros, aquellos más fuertes y el jefe de la manada, cerraron el acceso al pozo. Tenemos que esperar que ellos sacien su sed.
Seguí adelante entre algunos caballos y vi los jefes de la manada como chapotean en lo bajito, salpican alrededor suyo y despacito sorbían. Mientras que la manada en la orilla moría de sed.
Entré al agua entre ellos, contra La Ley. Solamente se miraron. El jefe de la manada, macizo como una peña, me agarró la oreja con los dientes como si fuera un niñito.
De un golpe único en mí empezaron a hablar todos aquellos relámpagos y truenos, borrascas y vientos que tan persistentemente recogía. El potro cayó. Vi la sorpresa en sus ojos. Quiso devolverme el golpe con un movimiento rápido, pero todo su esfuerzo se redujo solamente a impotente dar vueltas. Sabía que se le iba a quitar la gana por la lucha en cuanto se diera cuenta que por mi golpe durante mucho tiempo se le iban a doblar las rodillas.
Di la vuelta. La manada empezó a bajar hacia el bebedor. Miré a los otros potros, pero ninguno de los ex tiranos mostraban intenciones de contradecirme. Además, la vieja Ley ya caía al agua. Ahora era vigente la nueva.
¡Qué cambio fue eso! Un sinnúmero de gargantas empezó a relinchar de alegría: libertad. Mi sueño se hizo verdad. Estaba convencido de que mí Ley por fin traería la justicia para todos.
Sin embargo, mi desengaño crecía con el tiempo. Aunque hice todo lo que sabía y podía, haciendo todo lo que dependía de mí, un gusano de duda ya profundizaba el camino a mis entrañas. Comprendí que nadie pude complacerlos a todos. Algunos pensaban que mi Ley era demasiado leve, otros, al contrario, que era demasiado estricta.
A mi alrededor se movían potros aduladores. Andaban tras mi cola, estaban atentos a todos mis deseos. Me convencían de que yo era el caballo más fuerte y más sabio que han visto en su vida. Afirmaban que me pertenecía el derecho a la parte más bella del pasto, me daban ventaja en el bebedero. Al mismo tiempo a mi espalda corrían voces de que no tenía sentido para la broma y que era peligroso como la hierba venenosa.
Alrededor de mí se juntaban las yeguas jóvenes. Se bamboleaban y me dirigían miradas llenas de amor. Me decían que les gustaba mucho y que solamente soñaban conmigo.
Y yo quería una Ley honesta. No me interesaba nada más.
Pero, ya todo iba a revés. Mientras yo protegía a los débiles, ellos me odiaban temiendo que sus rivales, después, cuando yo no estuviese en su cercanía, se vengarían de los más fuertes. Los fuertes me odiaban considerando que les quitaba el derecho natural que tenían. Se han acostumbrado tanto a la injusticia que no sabían qué hacer con ella. Les era detestable y contra la naturaleza. Mi Ley les fue incomprensible y no le gustaba ni a los débiles ni a los fuertes. Me escuchaban solamente porque tenían que escucharme, porque me tenían miedo.
Seguí defendiendo la Ley, persistente y tercamente, pero en algún lugar profundo de mi ser ya reconocí mi derrota. No logré realizar la justicia que soñaba. Mi Ley se fundaba en el miedo y de coerción igual que aquella anterior. Era de nuevo sólo la Ley del más fuerte.
La manada poco a poco regresó a su vida antigua y con ella aparecieron también las viejas injusticias. Quedé solo.
Božidar Prosenjak es escritor profesional, nacido en Koprivnica. Se educó en Kuzminec, Koprivnica, París y Zagreb donde se graduó en letras románicas en la Facultad de Filosofía y Letras. Vive en Velika Gorica. Escribe desde el año 1968 cuando publicó su primer cuento. Desde entonces escribe prosa, poesía, dramas y críticas; colabora en la prensa, radio y televisión. También escribe literatura para los niños. Desde 1984 es artista profesional; miembro de la Sociedad de Escritores Croatas y de la Comunidad Croata de Artistas Profesionales. Es autor de más de cuarenta obras para niños y adultos. Sus obras se encuentran en las antologías nacionales e internacionales y han sido traducidas en varios idiomas.
Su libro El caballo salvaje se considera una obra literaria clásica. Ha tenido diecisiete ediciones en Croacia y ha sido traducido a lenguas extranjeras.
Prosenjak ha recibido muchos reconocimientos y premios en el país y en extranjero. (Ž.L.)
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