sábado, 9 de abril de 2022

"IDENTIDAD" FRAGMENTO DE UNA NOVELA DE LA AUTORA CROATA TIHANA PETRAC MATIJEVIC (TRADUCCIÓN DE ZELJKA LOVRENCIC)

 


 Indentidad

(Identitet)

(Fragmento de una novela)

             Obertura

El señor Hyde

 

            Lo llamaba el señor Hyde. Venía de las profundidades oscuras de su ser maltratándola de la peor manera. A veces cerraba los ojos como en los tiempos cuando como niña espantaba a los monstruos que apartaba de los sueños susurrando: „Vete, vete, vete… No existes, no eres real.” Algunas veces se iban, otras no. Ese señor Hyde era un hijo de puta, un sadista.

            Odiaba al señor Hyde desde lo más profundo se su alma. Tomaba lo mejor de ella. Se alimentaba con su miedo y sus dudas, con la oscuridad en los rincones más profundos de su mente. Su auto estima era como tejido cuyo hilo tiraba desenredando punto por punto, de un día a otro, mientras que ya no quedaba nada. Con la desaparición de su auto estima desapareció también la libre voluntad, la sensación de satisfacción y felicidad. En ella entonces se instaló una larva que luego se transformó en gusano. Él disolvía su voluntad y todo lo que hacía su ser. Se sentía presionada como una rata en la trampa. Llegaba a ser inaccesible, reservada y fría. A su alrededor puso un escudo de esperanzas ajenas porque consideraba que lo único que podía ofrecer era decepción.

            En estos infinitos largos periodos no vivía, sino hacía su vida de minuto a minuto, día por día. No podía dar ni un paso saliendo del imaginado cerco que la rodeaba y determinaba lo que puede y lo que no puede hacer. Nadie reconocía las imaginadas rejas a través de las que extendía las manos para que alguien la sacara y salvara, nadie reconocía las señales que mandaba para que la ayudaran.

            Soñó como la mantenían encerrada dentro de una alambrada, como la raptan y violan, la llevan contra su voluntad y la hacen esclava. Como la sacrifican a demonios antiguos o la queman en una hoguera, degüellan y torturan. En sus sueños siempre gritaba pidiendo socorro; su subconsciente gritaba alarmado. La gente pasaba despreocupada; tanto en los sueños como en la realidad. Unos no la entendían, otros no querían entrometerse, a los terceros no les interesaba.

            Tenía miedo de que llegara el momento cuando se entregaría totalmente a la desesperación. Temía que esto se colaría por una serie de pequeños momentos; que capa por capa le quitaban su cordialidad y valentía y todo aquello por lo cual ella era ella. El señor Hyde siempre le decía que a ella nadie la querría nunca, que lo necesita y que no podía vivir sin él. Al final la convenció de eso. La tenía en esa jaula imaginaria tejida de chantajes y mentiras. Su demonio privado.

            Se ahogaba buscando aire. Nadie la podía ayudar salvo ella misma, pero, cada vez encontraba más difícil el camino en ese laberinto enfermo. Su felicidad se derritió como la nieve en la primavera y entonces, en un momento se entregó. Aceptó esa situación y ya no considero que su vida y felicidad merecieran la lucha. Se entregó y se derretía. Cuando encontraba una migaja de valentía y voluntad, él entraba a los oscuros rincones de su subconsciente y sacaba sus miedos más grandes haciendo polvo de su voluntad.

Como un carcinoma que poco a poco la consumía por adentro y cada día era más grande, como un monstruoso devorador de voluntad, crecía en ella y se hacía más fuerte hasta que no llegó a ser tan poderoso y hambriento que amenazara con comerse la entera. Su voz empezó a ensordecer la propia hasta hacerla desaparecer. La apretaba como lazo invisible, como una cuerda de piano alrededor del cuello.

Hilo por hilo, tejió una telaraña sobre sus ojos hasta que la perspectiva no llegó a ser totalmente torcida. La vida se volvió un castigo y ella empezó a buscar salida. Cualquier salida. Esa idea empezó a encantarle, mostrándose como la única salvación, la única salida de una situación imposible de la que sentía culpa y vergüenza. Culpa siempre que deseaba algo o alguien porque creía no merecer nada. Y cuando el señor Hyde estaba totalmente seguro de que no había salvación para ella, como agua, como aire, apareció ella. 

Marylin

 

Cuando en ella se estableció Marilyn, su doble, preciosa maníaca, en ese momento empezaron a percibirla como si nunca hubiera existido. Entonces me sentía como si llevara unos anteojos rosados a través de los cuales veía el Mundo y por los que temía mucho que se cayeran y rompieran. Todo el Mundo era su escenario y la gente sus marionetas.

Se sentía como superhombre, como ser superior. Como si hubiera experimentado un cambio en la esfera superior de la consciencia. Todo en un momento le fue claro: no existe el misterio de la vida, todo se puede medir y explicar de manera científica. No sentíao euforia por eso, solamente procesaba los datos. No quería mirar el mundo desde lo alto, pero tenía que hacerlo. Cognitivamente, la gente quedó años luz detrás de ella. Como organismos unicelulares. Como amebas. A veces les tenía lástima, pero, sin embargo, sabía que si pisaba a alguno de ellos no hay gran pérdida. Sentía lo mismo que cuando pisaba una hormiga; le daba pesar esa criatura, pero no la suficiente para llorar por eso. No era una pérdida para el Mundo.

Marylin pasaba sobre los cadáveres después de alimentarse con sus emociones más fuertes. Era la devoradora del entusiasmo ajeno, enfado, celos, fervor, amor y emociones ajenas. Atención y adoración para ella eran como el aire. En ningún momento se dio vuelta para mirar aquellos a los que aprovechó en su campaña de conquista. Como si infligiendo el dolor a los demás logrará disminuir el suyo; el que siempre inevitablemente volvía.

Se justificaba a sí misma como sí ya evolutivamente hubiera superado la consideración hacia los demás. Esos sentimientos le parecían demasiado autodestructivos y como tales completamente redundantes. Por eso los rechazaba como a piel de culebra que le ha quedado chica. No los necesitaba. Le parecía innecesario todo lo que le causara malestar. Se convencía de que no engañaba a nadie. Los dejaba que se engañasen a sí mismos sin querer descubrir quién de verdad era ella.     

Cuando llegaba, Marylin irradiaba una vibración tan positiva y contagiosa, que a nadie dejaba indiferente. Como meteorito, tras de ella quedaba un rastro de luz en la turbia cotidianidad.

La influencia que tenía sobre la gente alrededor de sí era palpable y real como la materia. Las mujeres y la querían y le tenían envidia al mismo tiempo; las conquistaba igualmente rápido y de manera ligera como al sexo masculino. Los hombres la idealizaban y deseaban. Por donde quiera que pasara tan jubilosa y segura de sí misma el efecto no faltaba.  Esto era acaso por la nube de perfume con la que se cobijaba como en una capa invisible e impenetrable que la protegería del mundo exterior o por la manera de sostener la cabeza mientras andaba audazmente rompiendo las nubes con la nariz. Parecía y caminaba como sí hubieran pasado apenas unos minutos de haber conquistado el mundo. Y que todos tenían la necesidad de hacer algo por ella.

Abuelitos en las paradas del autobús galantemente le pedían que pasara delante destacando que las damas son las primeras. Ella, encantada, aceptaba estos gestos y amablemente los elogiaba. Y en ellos el corazón volaba como un pájaro y de nuevo se sentían como jóvenes en sus mejores años. Al chofer se le iluminaba la cara cuando ella entraba al autobús y saludaba con su jubilosa cordialidad ocasionalmente rozándole la mano mientras cogía el boleto; a las ancianas con las que alegremente charlaba mientras esperaba en la cola en el supermercado o en el correo, saltaba el corazón recordando que significa ser joven e invencible. Después, en sus ojos brillaba un destello de tristeza. Tristeza por su juventud ya pasada, que nunca regresara. Y los muchachos regularmente llegaban a la conclusión de que se iban a casar con ella cuando fueran suficientemente mayores y las muchachas querían ser iguales a ella.

¿Y los jóvenes? Los jóvenes sacaban sus cartas más fuertes para impresionar esa inusual muchacha recitando poesía en francés, susurrándole frases lascivas al oído o citando a Kant. Y ella aceptaba todo esto con una sonrisa, encantando a todos en la mesa o en la barra de la cafetería, aclarando y gesticulando con las manos cualquier teoría o apariciones en el horizonte tan enérgicamente como cuando defendía la idea de que el hombre nunca debe reconocer que está de mal humor, siempre con el mismo ardor y convicción. Las mujeres la miraban encantadas y extrañadas. Encantaba a ambos sexos con el mismo ardor y la misma facilidad. En cinco minutos, todos sus acompañantes eran conquistados por la fuerza de su energía explosiva. Ella cambiaba el curso de las cosas.

Recibía gran número de „ofertas inmorales” y nunca se ofendía por eso. Sabía que ellos simplemente no se pueden ayudar. A veces aceptaba algunas hasta el límite conveniente y luego los rechazaba como a parásitos mientras ellos se retorcían con el deseo de recibir algo más. Un poco más de susurros, contactos. Un beso más. Tan sólo un poco más… Los estudiaba como si fueran conejillos de Indias divirtiéndose con eso y alimentando su insaciable ego.

Algunas de las ofertas eran de carácter duradero. Uno de los “paracaidistas”, como ella les decía le había pedido que lo visitara, que escuchando la música le haría todo lo que ella quisiera. Que tan sólo le dijera qué y cómo. Y que no conteste nada en seguida porque la oferta vale también mañana, dentro de un mes o un año, lo que ella decida. Esta fue una de las más originales.   

 

Ida Novak      

 

No fue fácil ser Ida Novak. Tenía veinte tres años y vivía con su padre y Lorena una hermana tres años mayor que ella. A los quince años le fue diagnosticado un tipo de desorden bipolar afectivo que se caracteriza por rápidos cambios de episodios maníaco - depresivos, a veces le ocurría que al mismo tiempo tenía presentes los síntomas del uno y del otro. Algunos psiquiatras dudaban de una doble personalidad, pero esto era muy difícil de diagnosticar. Fue más fácil prescribir medicinas estabilizadoras del estado de ánimo a una niña de quince años.

Con frecuencia le parecía que el mundo real no es el sitio para ella. Como le gustaban los cuentos de hadas, tenía la imagen fabulosa sobre lo bueno, haciendo del mal algo inexistente. Había tanta desgracia a su alrededor. Guerras. Caza de ballenas. Contaminación de los ríos. Micro plástica. Extinción de animales. Niños hambrientos. Ojos oscuros llenos de lágrimas. Tantas preguntas. En este ambiente de horror, los problemas de la humanidad parecían esperarla a ella para que encontrase alguna solución y eran una carga demasiado pesada para su espalda. Cuando se daba cuenta de que no puede influir en el curso de las cosas, pasada la primera incredulidad, le parecía que la tristeza era lo único que quedaría eternamente.  

No tenía que fingir ni exagerar o desmayarse falsamente. Su horror era verdadero, su incapacidad de entender era sincera, su espanto fue provocado todos los días mientras escuchaba las noticias. De tanta crueldad, con ojos abiertos de par en par que sangran y miran a la fuerza, la amargura se desbordaba de ella como si se tratara de un vaso demasiado lleno. Como si habitaran todos los rincones de su corazón y sueño, las imágenes de horrores y recuerdos quedaban allá para siempre como negros fantasmas cuyas manos se agitan al viento. Ganando, clavaron la negra bandera de su derrota y gobernaban completamente su corazón. Capituló frente a tanto mal. Se entregó y ya no fue suyo. No estaba a la altura del mundo en el que vive. Le pareció que lo más fácil era acurrucarse en un rincón y no dejar a nadie que toque a la puerta y aún menos que entre, bajo el pretexto de que y a ella la devorara el negro abismo de su corazón.

Fue suficiente su coexistencia en el mismo mundo con el mal. Cada vez lo soportaba menos. Donde sea que se diera vuelta, le golpeaba como una bofetada; siempre lo mismo: el mal, el mal, el mal. A menudo se sentía como si el agua le hubiese llegado hasta el cuello y las cosas cada vez más perdían sentido. Y siempre la lucha por alguna meta. Todas las gentes eran guerreros por el logro de sus ideales inviolables u objetivos materiales totalmente banales, sin saber que les esperaba cuando los lograsen. Porque nunca nada era como parecía; tras el arco iris siempre había un pantano. Lo que más la sorprendía de todo era el hecho que las cosas le parecían más claras en los momentos cuando sentía que se encontraba más cerca de la locura. La que se le reía en la cara a través de una fina línea imaginaria. Entonces, de alguna forma todo encajaba en su cajón.

Y cuando se decía que ya no podía mirar esos ojos abiertos de par en par, ojos llenos de pavor, esto era lo que pensaba de verdad; tenía asco de pura verdad. Esa sensación era tan real como el Sol que brilla afuera. Como el ladrido de los perros. Entonces, en su cabeza empezaban a circular diferentes escenarios. No porque ella estuviese loca, sino de verdad, porque el mundo está loco. Completamente loco. En realidad, verdaderamente enfermo.

Su universo creado en su cabeza para sí misma, parecía yacer en malos cimientos. El Universo en sus bases, pensaba, en realidad no tiene sentido. ¿Y, en fin, qué tiene sentido? ¿Algo tiene sentido en un mundo en el que unos a otros pegan los ojos abiertos de par en par con cinta adhesiva? Cualquier hombre normal se volvería loco. Ida; era ya otro cuento...

Cuando quedaba sola consigo misma y cuando el señor Hyde y Marilyn se retiraban, cada vez con más dificultades se encontraba a sí misma. El límite entre ellos a veces era tan sutil que ni ella misma sabía dónde terminaban el señor Hyde y Marilyn y donde empezaba ella. “¿Quién es en realidad Ida Novak?” se preguntaba. “Existo sin ellos?” Nunca creyó conocerse bien; eso era más que todo reconocerse entre todos los demás.

Se acordaba como, hace ya mucho tiempo, antes de aquel evento doloroso en la pendiente del río que la señaló para siempre, la vida la llenaba, la sorprendía, salpicaba tanto que casi la ahogaba. Entonces la vida era su inspiración, y ella, tan llena de impresiones, que no sabía qué hacer primero. Y podía hacerlo todo. Y sabía que todo era posible. La vida la esperaba y miraba que elegiría. Le pareció que tenía infinidad de posibilidades. Y así, a menudo, después de los días en los que pensaba que podría mover las montañas, al final se transformó en alguien que no estaba en condiciones de tomar ninguna dirección. Podía solamente mirar fijamente la pared. Petrificada, mirar fijamente. Le entristecía la manera en la que iban las cosas. Si estos estados de ánimo no se movieran adelante-atrás ya sería irreconocible y a sí misma y a los demás. Ella también cambiaba. Cambiaba de manera drástica hasta varias veces al día. A menudo se sentía como el cuerpo que espera su autopsia; sentía como las plantas de sus pies salen de debajo de la sábana del hospital y siente tan solo la tarjeta que cuelga del dedo gordo del pie. Siempre esperaba en ese papel. Esperaba a que la abrieran porque no quedaba nada más. Espera porque eso era lo único que puede hacer. Espera porque no tiene ninguna posibilidad de hacer algo. Espera a que algo ocurra. Como cadáver por lo menos tendría la excusa de complacer a los demás y no hacer nada de por sí. De esa manera se abstenía de la vida. Y se odiaba por su debilidad.

Mientras aún creía en su originalidad, exclusividad o hasta su superioridad, hasta ahí estuvo bien. Pero cuando también cedió el apoyo de su buen ánimo, empezó a tambalearse todo el andamio compuesto de problemas y las diferentes soluciones, de la imaginación que la mueve en direcciones positivas – el andamio de seguridad de que tiene su lugar bajo el Sol. Y no cualquier lugar sino el rol principal, ya escrito para ella. Si el andamio empezara a tambalearse, esto era señal de alarma, el primer paso a la destrucción de su privacidad, del mundo con tanto esfuerzo construido.        

               

La Abuela Grande

 

Después de la muerte de su hija; la madre de Ida y Lorena, La Abuela Grande se jubiló con anticipación. Se vino a vivir con ellos para estar cerca de las niñas porque su padre no se defendía bien en el papel de padre viudo. Ella se llamaba Carmen y venía de una familia muy musical de Zagreb. Su padre era pianista y su madre daba clases de violín. Le dieron su nombre por la ópera favorita de su padre. La Abuela Grande tocaba un poco ambos instrumentos, pero su verdadero amor eran los libros así que llegó a ser profesora de literatura.

A la edad de ochenta años todavía leía al mínimo un libro a la semana o tanto cuanto le permitían sus ojos viejos. Después de la muerte de su hija se dedicó totalmente a sus nietas transmitiéndoles su amor por la música clásica y la literatura. Les enseñó a tocar y piano y violín. Con La Abuela Grande no era aburrido. Y cuando tenían sus momentos de ocio en una mantita en el jardín y cada una, callada, se ocupaba de sus pensamientos: Ida, perdida en su mundo, masticando tallos de hierba y Lola observando las hormigas bajo un tronco, el sentimiento del amor hacia La Abuela Grande estaba siempre presente. Presente y real. Ese amor siempre las envolvía y calentaba como una tibia bufanda o una taza de té en el crepúsculo del invierno.

Las niñas le decían La Abuela Grande por amor. No le podían decir “abuela” porque la abuela era la abuela María de la que tenían muy diferente impresión. La abuela María pronunciaba ese “te quiero” mucho más a menudo que La Abuela Grande, pero igual como los niños sienten el amor a niveles muy sutiles, así pueden sentir el amor y cercanía verdaderos sin pronunciar una palabra. Cuando La Abuela Grande las ponía en su regazo columpiándolas en la silla mecedora y acariciándoles el cabello, cualquier declaración sobraría. El amor de La Abuela Grande era de alguna manera palpable, caluroso y real como el sol en el cielo y no empacado en celofán, puesto en una vitrina y condicionado a un comportamiento definido, esperando a recibir algo a cambio. La Abuela Grande mostraba su amor comprendiéndolas y respetándolas. Ella no sólo las veía y escuchaba sino las miraba con verdadero interés: La Abuela Grande sabía muy bien quienes eran y que se puede esperar de cada una de ellas. Nunca trató de cambiarlas. Para ella fueron suficientemente buenas, así como eran. La abuela María lo que más quería era el sonido de su propia voz; con el llenaba el silencio sin verdadero interés por cualquier persona o cualquier cosa.             

El padre huyó de la responsabilidad buscando salvación y consuelo en su taller de carpintería en el que más que todo bebía; especialmente al comienzo. Para Ida y su complicada personalidad La Abuela Grande fue la única figura maternal, para ella tuvo mayor papel que para Lola que recordaba bien a la madre.

La madre murió de leucemia cuando Ida tenía apenas tres años. A menudo se culpaba porque los recuerdos de la madre palidecían como una tela dejada al sol demasiado tiempo. No tenía ningún recuerdo de ella. Ni uno. Como si nunca hubiera existido. Como si fuera el personaje de una leyenda repetido de nuevo y de nuevo, siempre de la misma manera. Como si hubiera sido la protagonista de una película vista hace ya mucho tiempo, de la que ya no estaba segura si la ha visto de verdad o se la ha contado alguien de manera muy viva.

No había recuerdos; ni bonitos ni feos. Ni siquiera aquellos vergonzosos y agotadores que, si se cuentan de manera interesante parecen simpáticos. No había ni aquellos que te hacen estornudar por haber saltado sobre el polvo, por salpicar con agua o por echar las plumas de la almohada. Para el recuerdo ya no quedan ni siquiera las botas rojas que Ella le había comprado. No quedaba nada fuera de algunas fotografías en blanco y negro guardadas en una caja y la única bonita frase que las unía de alguna manera y que después de su muerte susurraba antes de dormir engañándose que la oía mientras se hundía en el sueño: “Tu mamá no te dará a nadie en el mundo” …

Ni siquiera sentía el vacío en el corazón donde debería estar ella, lugar para los recuerdos, abrazos y besos. Probablemente porque le parecía que este lugar nunca fue lleno. No había nada salvo un hueco negro abierto que tragaba toda atención que ella recibía y que nunca fue suficiente para que se sintiera completa.      

  

 Primera parte

Libreto – cuatro estaciones

 

Un día antes del cumpleaños

 

Era marzo y el cumpleaños de los veinte tres años tocaron a su puerta. Se sentía lo mismo que siempre en vísperas de ese día, nerviosa, desengañada de sí misma, preocupada e irritada, esperando que pase. Y entonces, por casualidad, tarde al atardecer cuando revoloteaban algunos copos de nieve, salió. Y aunque marzo no era un tiempo inusual para la nieve, a ella le pareció que la nieve caía por ella. Y entonces logró lo que quiso, si alguien siquiera hubiera querido algo con eso; logró que se sintiera avergonzada por ser demasiado indiferente y depresiva sin alguna razón válida. Cuando al mismo tiempo tanta gente luchaba con diferentes problemas ella estaba enfadada con todo el mundo sin saber por qué.

Lamentaba ser así y sentía miedo de serlo. Se la comía la tristeza cuando se recordaba a sí misma en sus relaciones con los demás. Pero, contra esa bestia no lograba luchar. “El hombre al final enloquece tratándolo”, pensaba con resignación. Y lo que siempre trataba de ser mejor versión de sí misma al año siguiente y nunca lograba conseguirlo, era una razón más que atizaba su enfermedad. Tenía la sensación de que la gente en su canción no siente su tristeza. Al mismo tiempo sentía vergüenza porque ¿cómo se atrevía estar triste? ¿Qué razón justificaba su depresión? Han pasado ya ocho años desde que ocurrió aquel acontecimiento fatal en la pendiente del río que la marcó para siempre. Debería ya superarlo. Continuar la vida.

            En todo el mundo la gente se moría de hambre, era torturada y aterrorizada, sistemáticamente, sin fin ni comienzo; las mujeres eran humilladas, privadas de sus derechos y oprimidas de muchas maneras vergonzosas, sufriendo cada día inconcebibles humillaciones y de continuo seguían con sus vidas día a día. ¿Y ella? Imposibilitada de dejar tras de sí ese acontecimiento y tomar el control sobre su vida. ¿Cómo ha podido permitirse de pensar que ese hombre y ese acontecimiento la han cambiado influenciando en su personalidad hasta la medida que empezó a creer en que ella ya no tenía importancia y que era insignificante, hasta dudar a veces de su propia inteligencia? ¿Quién era ella para permitírselo? ¿Quién fue ella antes de todo eso? ¿Es ella tan frágil que eso la ha hecho cambiar hasta ser irreconocible? ¿Dónde estaba mientras esto ocurría? ¿Por qué ha permitido que las cosas vayan tan lejos? ¿Si siquiera pudiera tener influencia a esas borrascas de la vida, si hubiera sido por lo menos un poco más fuerte? A veces le parecía que las borrascas no sólo le pegaban, sino que la han destrozado totalmente.

            Otros días se preguntaba ¿cómo es posible al mismo tiempo sentir tanta alegría de la vida y una tristeza tan ilimitada? Probablemente porque y para uno y para otro es necesario abrir el alma y cuando por fin lo logramos, todo nos inunda al mismo tiempo, pensaba. A veces todo le era un desafío y otras veces no lograba respuesta ninguna. Le parecía que la mayoría de tiempo era tan pasiva como si anduviera por las calles de la ciudad con los ojos tapados. Y a veces la muchacha que tocaba guitarra en la calle al lado del portón le ofrecía un acontecimiento de recordar y un momento que vale recordar.

            Tantos conocimientos están escondidos en todos esos libros viejos y teorías sobre todo lo que existe. En ella vivía una chispa investigadora indecible que se encendía como una luciérnaga, queriendo iluminar la oscuridad de la ignorancia y absorber todo ese conocimiento.  Tenía indescriptible pasión por el descubrimiento del Mundo y luego se perdía en las filas de libros colocados hasta el techo en la biblioteca y aquel indescriptible aroma a libros viejos que exhalaba algo mágico y misterio, pero cuando deseaba alcanzar uno de esos tesoros secretos le parecía que tenían demasiado contenido y páginas en los que sus intereses se dividen así que simplemente era mejor no hacer nada que decidirse por uno de ellos. Las posibilidades de elección eran muy amplias y sobrevaloradas. Aunque a Ida a veces le parecía que no las hay, sabía que siempre hay la posibilidad de elegir, pero la rechaza porque de esa manera no tiene responsabilidad por un eventual error.

            A veces le parecía que todo para lo que ella estaba hecha poco a poco se le escapa de las manos mientras ella sigue un camino secundario y que se quedará así para siempre. Temía que le sería más fácil mirar como pasa la vida que por fin reaccionar y decidirse a vivirla. Tenía miedo siempre y de todo. Tenía miedo de los cambios; hasta de aquellos deseables. Temía que sus decisiones fueran siempre malas e irreparables. No la ayudaban ni los sueños en los que siempre alguien la engañaba, en los que era atrapada en una trampa y era ya demasiado tarde para escapar o cuando a su cuerpo desnudo lo despedazaban y comían los perros. Nunca ni en ninguna parte encontraba paz para curar su corazón enfermo.

            A veces simplemente era mala y dañada y no podía dormir hasta no molestar algún espíritu tranquilo. Espíritu que con ansiedad espera ser disgustada. Porque aún no ha recibido lo que cree anhelar infinitamente. Entonces, mandaba un mensaje malo y de doble sentido con el que lograría su objetivo. Escribiría: “Hoy me eres absolutamente lejano”. Esto era suficiente para iniciar una avalancha de mensajes SMS en los cuales Iván le pide que se encuentren. Lo conoció en la Facultad; lo consideraba interesante así que quiso averiguar hasta qué punto esta tragado. Eran las once de la noche y quiso venir de Zagreb; un mínimo de una hora de viaje en auto. Significa mucho. Lo suficiente tragado. No le permitió que viniera y se fue a dormir satisfecha.

            La consolaba el hecho que afuera caía nieve, la que siempre hace que el Mundo sea negro-blanco. Entonces, todo le parecería mucho más claro. Más sencillo. Todo tenía mucho más sentido. Todos esos tremendos, vivos colores que ahora ha cubierto resistirán lo máximo hasta el comienzo de la primavera para salir y que con la fuerza de sus tonos cálidos derretirán su frío. Parece que todo su sentido está en eso porque de lo contrario olvidarían apreciar la belleza de lo uno y lo otro. 

            Cayendo así en el sueño, se preguntaba si en el mundo existe algo más misterioso que la nieve que cae en el crepúsculo silencioso. Del penetrante sentido de incertidumbre por lo que traerá la mañana y el deseo universal de cada persona por acercarse al hogar. Ese calor con el que te calientas mientras cae la nieve no representaba tan sólo el sentimiento físico de bienestar como cuando sufres el frío sino también la desbordante sensación de seguridad que ofrece la casa. Toda esa incertidumbre que andaba escondida detrás de la casa y caía junto con la oscuridad, todo eso hacía excitante la espera de lo que traerá la mañana y sea lo que sea, cada uno podía esperar que traiga al menos algo. Si no algo mejor, por lo menos algo diferente porque la incertidumbre era mejor que la negra y triste certidumbre.

La nieve llegó ahora como severo recordatorio de la rapidez del correr del tiempo, como recordatorio de que ya ha pasado un año más de su vida, recordatorio de todos aquellos grandes pasos que había decidido tomar el año pasado cuando cumplió los veinte y dos, de que no hizo nada. Como cruel recordatorio de la persona que quería ser y que nunca lograba ser.

Quizás en realidad esa era toda la esencia; quizás éramos justamente así, como teníamos ser y estamos ahí donde debemos estar y la esencia se encuentra en nuestra aspiración hacia lo mejor, menos egoísmo y un yo perfecto. La esencia quizás yace justamente en eso: nunca hay que dejar el deseo de cambiar el Mundo con prueba inquebrantable de perseverancia en la eterna lucha con los molinos de viento”. Hacer paz consigo mismo y con el Mundo quizás justamente probaba la derrota, la entrega; la bandera blanca en el frente, el hombre contra la injusticia, indiferencia, ante todo, porque, era mejor morir luchando que vivir bien en apatía y autosuficiencia.

“La nieve siempre me da fuerza para espiritualizarme”, pensó hundiéndose en el sueño.

 En la clase de literatura                       

 

Amaneció la mañana cubierta de nieve. El cumpleaños de Ida. Ya en su niñez empezó a odiar su cumpleaños porque, para todos excepto para ella conocido motivo, ese día tenía que estar alegre, lo que le parecía absurdo y estúpido. La nieve le calmó esa sensación de presión debidas a las ambiciones ajenas, pero siguió esperando que llegara la medianoche y que esa fecha quedara detrás de ella. Por suerte, guardaba un cigarrillo de mariguana, que le había dejado Lucas. Estudiaba literatura comparada en la Facultad de Filosofía y Letras en Zagreb y aunque tenía que ir a la clase, visitó antes a su hermana en la cafetería Bumblebee. En el baño inhaló un humo, tan sólo para sobrevivir el día de una manera más fácil. Imaginaba y se preguntaba como siempre cuando fumaba hierba si existía cualquier otra forma de hacerlo sin inhalar. Odiaba los cigarrillos y todo relacionado con ellos.

Salió un poco aturdida. Stanly jugaba picado y le pareció que tan delgado y alto iba a partirse por mitad mientras tiraba el dardo. Por su delgadez increíble ya en su infancia empezaron a llamarlo Estan. Todos lo llamaban Stanly e Ida comprendió que no tenía ni la más mínima idea de cómo se llamaba. Se preguntaba si sus padres recordaban qué nombre recibió en el bautizo. Le dijo que Lola se había ido a la tienda. Robby con su hermano estaba sentado en la barra y se levantó para felicitarla por su cumpleaños.

“¡O, aquí está nuestra cumpleañera!” dijo Alex y se le acercó con su hermano para besarla cordial y amistosamente cada uno por un lado y al mismo tiempo. 

Los hermanos Alexander y Roberto Franco vivían frente a la casa de La Abuela Grande y eran amigos desde la niñez. Ella y Lola pasaban todas las vacaciones del verano donde La Abuela Grande compartiéndolas con los hermanos Franco. Iban a pescar, recogían caracoles, andaban en bicicleta o solamente se tiraban bajo el sol cerca al río. Con ellos siempre se sentía bien y estaba segura de que hasta se pegarían con ella por cualquier cosa que ella provocara. Eran verdaderos amigos y en verdad quería a estos dos hermanos loquitos. Eran totalmente diferentes, lo mismo que ella y Lola.       

Alex, era alto, de espalda fuerte, rubicundo y de cabello rubio, siempre bromeando y actuando como un loco cortesano que, con su buen humor y comentarios un poco tontos, alegra hasta a los muertos. Pensaba poco y disfrutaba mucho mientras Robby era todo lo contrario de su hermano; era filósofo y pacifista. Él siempre desde el primer momento teorizaba sobre el hecho de que la violencia no tiene sentido mientras al instante siguiente golpeaba a quien tenía que golpear. Era bajo, de cabello color marrón claro y de inteligentes ojos marrones en los que se podían leer las teorías de la conspiración. Siempre jugaban su papel de hermanos mayores nunca definido claramente y siempre cuidaban de sí en diferentes situaciones de crisis. Si Ida querría a alguien, eran definitivamente los hermanos Franco.

Lola en ese momento entraba por la puerta y gritó: “¡Ah, alguien está cumpliendo años!”. No se habían visto esa mañana. La abrazó y besó fraternalmente.

Cuando Ida por fin llegó a Zagreb, perdió las primeras horas de clase. Estaba mareada por los humos más que había inhalado en el baño. Era la clase de literatura. Ana en voz monótona leía el informe. Todos escuchaban, pero para bien decir la mayoría callaba. A Ida    peligrosamente la adormecía con su voz. La profesora constantemente intervenía comentando los personajes de “El grito y la furia” molestando en cualquier forma el distraído curso de los pensamientos de Ida. Ahora ellos se mezclaban totalmente como si alguien le hubiera quitado la cabeza de los hombros o la sacudiera. Sus párpados estaban pesadísimos.  

“Umm, umm, bien, bien. Entonces, vamos a apurarnos con el resto de la literatura...”, oyó de nuevo la vocecita.

“Dorotea Knežević.”

Parecía que a Dorotea le había golpeado un trueno.

“Qué lees tú, Dorotea?”

“Bien, bien. Muy bien. Bien...”

Entonces Alex se fue.

“Muy bien, bien. Muy bien. Muy bien. Umm, umm, bien...”

A la cafetería Bumblebee en ese momento entraba Tony.               

             “Y este joven de verdad se identifica con Cem Sultán!”[1]

“Profesora, no lo recuerdo bien, lo leí hace mucho tiempo”.

“You are busted, Dorotea”[2] , pensó Ida aturdida

“El patio maldito”, pensó Dorotea ruborizándose.

“No tuvo suerte en el amor”, continuó la profesora.

Tony dijo que Ida tan sólo había sonreído dulcemente cuando lo vio llegar y pensó: “Una corza más. Ahora por fin tendré...”

“Y luego la llevan al manicomio”, dijo Dorotea.

“Y a mí me llevarán si no dejan de hablar de eso”, pensó Ida.

“Él lamentó mucho por ella. Sin embargo, ya no está”, insistió la profesora.

“... a alguien para manipularlo”, terminó Tony.

“Qué reputación”, pensó Ida turbiamente.

“Me engañas como nadie hasta ahora”, agrega Tony.

“El patio maldito”, pensó Ida en voz alta.

“Qué dijiste?” – sin razón dice Tony.

“El patio maldito”. Cada uno debe que tener culpa por algo. Y yo también por tu inseguridad.”

Se levantó y fue hacia su hermana. Tony, sorprendido, la miraba fijamente.

“Él es tan cerrado que no entiende eso... en realidad...”

De repente se fue después de intercambiar con su hermana algunas frases. Tony despacio se recuperaba.

“Eres cien veces peor que tu hermana, ¿sabes?” – gritó tras ella.

“Lo sé, lo sé...” dijo en tono conciliador y se dirigió pesadamente a la estación de trenes.

“No tanto según ese oriental... ¿Qué? Tuvo problema para memorizar la tercera palabra en la frase. La hierba la ha aturdido completamente.

“Ése es un personaje muy conmovedor”, continuó la profe.

“Conmovedor?” pensaba aturdida. “Eso significa que alguien lo puede tocar muy fácil? ¿O que le gusta tocarse solo? ¡Ay!” Rogaba a Dios para que la profesora no le preguntara. Sería mejor no haber ido a la clase de literatura que decir algo así.

“Él me recuerda al renacimiento. Especialmente a Petrarca”, explora el terreno Dorotea.

“Muy bien, Dorotea.” Dorotea respiró por un momento. “¿Y por qué?” la profe siguió la tortura.

La clase había terminado; fue evidente el alivio de Dorotea.

“Saved by the bell”[3]pensó Ida.

“Es el vocabulario, metáforas, motivos?” no se deja disturbar la profe…

“Sí, sí, en motivos” se apresuró Dorotea para terminar su agonía.

La profesora Varga era como un pitbull cuando empieza a morder; no dejaba las cosas fácilmente. Le gustaba discutir de todo detalladamente y de ninguna manera quiso dejar algo inconcluso. Ahora difícilmente interrumpía esta disputa para ella interesante y despacio, a paso pesado salió del salón de clases.

 

Sábado

La nieve se derritió despacio dejando su lugar a la inconstante primavera. Era caprichosa y antojadiza, justamente como la primavera debe ser: en el mismo día se cambiaban todas las estaciones y en la temperatura de la mañana a la tarde había diferencias de casi veinte grados. Esa primavera Ida comprendía profundamente. Le parecía que la primavera nacía justamente en ella y salvaje, quema y arde los alrededores sin preguntar por qué y a quién, ni si los motivos son justificados; ella en reserva tenía su justificación egocéntrica la que en realidad era su único objetivo; quemar y arder gozando de ello sólo por ello. Eso le parecía un poco loco, ¿pero alguien alguna vez ha logrado probar que la primavera es algo racional, tranquilo y bien intencionado? Se sabe con seguridad que la primavera revive, despierta de la muerte, provoca (varios fenómenos como, por ejemplo, el crecimiento) y calienta, calienta y a veces calienta hasta quemar. Temía qué pasaría cuando todo esto culminara porque la intensidad crecía de un día a otro y calentaba cada vez más. Sabía que todo terminaba siempre con un “Big Bang” del que tenía miedo y que, como un “hechizo echado” siempre venía de repente, sin advertencia.

El sol brillaba a través de la ventana de su pieza y sentía una satisfacción indescriptible. Estaba feliz de existir, disfrutaba por ser especial y tenía la energía de tres personas. Su umbral de tolerancia del alcohol era bastante bajo, además, eran bajos también el del azúcar, cafeína, tonterías ajenas y otras cosas diferentes. Lola siempre le decía que se emborracha con pisar el corcho. De dos o tres sorbos de alcohol ya sentía la embriaguez, la cafeína para ella era igual que la cocaína. Explotaba de energía, creatividad y buen humor después de una sola taza de café. Después de otra, ya era casi peligrosa para sí misma y para sus alrededores.

Era sábado, no tenía que ir a las clases. Su padre como siempre estaba en el taller y su hermana tenía doble turno. Apenas se comió la mitad de la rodaja de pan con mantequilla y mermelada y tomó su doble café matutino. Sintió enseguida los efectos benéficos de la cafeína que completaron su buen humor. Arregló la casa hasta la inconsciencia fregándolo todo – de la cocina hasta el cuarto de baño; limpió y las ventanas. Y ni siquiera eso le fue suficiente. Sentía que iba a explotar como fuegos artificiales si no gastaba al menos una pequeña parte de esa enorme energía que llevaba en sí. ¿Y ahora, qué? Sartre o Camus, quién sabe, pero uno de ellos una vez dijo que el sentido de la vida está en el trabajo. Así maníaca como era, eso le pareció lo más sabio dicho alguna vez. El trabajo tenía que darle sentido, significado y satisfacción, la propia productividad y su lugar en el globo del mundo.

De repente sintió no deseo irresistible sino una verdadera necesidad de pulir las persianas de madera en las ventanas y de prepararlas para el barniz lasur. Y si esto fue la necesidad de redondear el nido familiar, hacer parte de la atmósfera familiar, buscar seguridad o alguna otra explicación psicoanalítica, la sensación de por sí era fenomenal. Consideraba que tendría que inventar la palabra que la describía. Así que, cuando alguien en la mañana le pregunta cómo se sentía, no puede contestar de manera general: “Cómo limpiando las persianas, sino con una palabra. Por ejemplo, “fenomenfantástico”.   

Después de dos horas de trabajo físico, terminando ese fenomenfantástico trabajo, decidió visitar a La Abuela Grande. Ella vivía alejada unos tres o cuatro kilómetros del límite de la ciudad. Montó la bicicleta y salió cuesta abajo sintiendo una sensación indescriptible de libertad, con el viento pegándole en la cara. Cuando iba tan rápido, siempre quería cerrar los ojos para que la sensación de placer fuese completa. Apenas resistía el impulso, cuando ya la había conquistado y vencido, así que cerró los ojos por dos segundos. OK; el nivel de adrenalina de repente se elevó; eso ya no lo debe hacer más.

Cuando ya estaba al lado de la casa de La Abuela Grande, hizo una carrera con un muchachito en calzoncillos que montaba su pequeña bicicleta azul en una calle tranquila frente a su casa. Él tan sólo dijo: “Quién es el más rápido?” e Ida lo consideró una invitación digna. Tomó una posición fuerte y seria y empezó la carrera. Corrieron así unos doscientos metros y finalmente le dijo que jamás podría vencerlo; él se fue a casa muy orgulloso y satisfecho de sí mismo. 

La Abuela Grande arreglaba algo en el jardín cuando llegó Ida. Cuando la vieron sus ojos miopes, se enderezó y alegremente fue a su encuentro.

“Querida mía” dijo y la abrazó cariñosamente. Ida se sentía tan segura como en las arrugadas manos de La Abuela Grande. Le acarició la cara con sus bellos y largos dedos. El pelo plateado le salía bajo un sombrero grande y en la mano sostenía las tijeras para los trabajos en el huerto.

¿Está todo bien, Ida?”

“Claro, tan sólo vine a visitarte un poco.”

“Me alegra que lo hiciste. Tomémonos la limonada en el huerto”, dijo La Abuela Grande apretando sus agudos ojos azules bajo el sombrero.

Se sentaron en las confortables sillas de mimbre y conversaron sobre la escuela, el trabajo de Lorena y de los muchachos. Sobre la mesa estaba abierto el libro de Meša Selimović[4] “Derviche y la muerte” y sobre él los anteojos de La Abuela Grande.

“Para alguien esos ojos verdes tuyos serán fatales”, sonreía Abuela sabiamente. “Ahora que te quitaste el aparatito eres un verdadero veneno para los pobres corazones de los hombres. No me gustaría estar en su piel”, reía con risa sonora y juvenil. Charlaron un poco más, pero Ida no podía estar en un lugar por mucho tiempo; se fue hacia la bicicleta.

“Otra vez tienes gusanos en el poto?” la mira La Abuela Grande con cuidado.  

“No, todo está muy bien, solamente tengo algunas cosas más pendientes” mintió Ida para que no se preocupara.   

Carmen reconocía los síntomas cuando las cosas se ponían difíciles. No era partidaria de que se tragaran píldoras, pero temía por su nieta y se preocupaba de que las cosas no fueran demasiado lejos.

Hacía poco que Ida había dejado de tomar su terapia porque las pastillas la hacían lenta y soñolienta. Cuando las tomaba le parecía que no era ella sino una muchacha aburrida y despaciosa con la mitad del cerebro. Nunca estudiaba en casa; todo lo memorizaba en la facultad. Cuando tomaba antipsicóticos, le parecía que tenía la memoria de un pescado y no se podía concentrar en nada. No aceptaba ser otra persona, deseaba tener la libertad de ser quien quiere ser. Seguía el dicho: “Mejor que te odien por lo que eres, sino que te quieran por lo que no eres”.

De regreso a casa fue a la ferretería a comprar el papel de lija que necesitaba para las vigas de techo. El rubio vendedor le llamó la atención. Lola una vez le comentó que era raro. Y era raro y muy especial; positivamente especial con una simpática cicatriz bajo el ojo y con los huesos de la cara de configuración inusual. Para ella era irresistiblemente extraño, no solamente raro. Si hubiera tomado las medicinas, ni siquiera lo hubiera notado. Su libido era como el de una vieja muerta.

No sabía qué le pasaba cuando se trataba de los hombres y sus cicatrices. Las cicatrices eran sus fetiches y si se encontraban en un lugar muy bueno y fueran tan irresistibles, siempre quería besarlas. Hasta lamerlas. En ella despertaban aquel instinto que estimula a las mujeres para que besen las rodillas sangrientas o que abracen las almas desdichadas. Esa cicatriz era justamente así. Difícilmente se controló mirando al vendedor y se apresuró a salir de la tienda. Por fin, habría que prepararse para la salida.    

 

Traducción: Željka Lovrenčić

 

 

Nota sobre la autora

Tihana Petrac Matijević nació el 1 de marzo de 1977 en Sisak. Se graduó en periodismo y relaciones públicas en el 2005 en la Facultad de Ciencias Políticas. Trabajó como periodista y columnista. Escribe poesía, cuentos, libros ilustrados de “enigmática” para los niños y prosa. Publica sus textos en diferentes portales. Con el manuscrito de la novela Identidad, en el año 2020 ganó dos premios: Korzo slova (El camino de las letras) como el mejor libro no editado en la provincia de Sisak y Moslavina de la organización de la Sociedad de Escritores Croatas y Književni pleter (El trenzado literario), premio de la provincia de Sisak y Moslavina para la mejor obra en prosa, de la Unión de las sociedades artísticas de la provincia de Sisak y Moslavina (Ž.L.).           



[1] Cem Sultán (1459-1495) – también conocido como Jem Sultán o Zizim por los franceses, fue un pretendiente al trono otomano en el siglo XV. Es personaje de la novela “El patio maldito” del escritor Ivo Andrić (1892-1975), premio Nobel para el 1961 (N. de la T.). 

[2] You are busted (ing.) – te raptaron (N. de la T.). 

[3] Saved by the bell (ing.) – salvados por la campana (N. de la T.).

[4] Mehmed Meša Selimović (1910-1982) – famoso escritor de Bosnia y Herzegovina (N. de la T.).  

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