La
puerta
(Vrata)
Subió
corriendo. De pies ligeros. Como si hubiera saltado de una epopeya o por lo
menos de un soneto. Como si no tocara las escaleras, sino, flotara sobre ellas,
levantándose, levantándose, levantándose.
Primer
piso, segundo piso, tercer piso.
Ligeramente,
jadeando imperceptiblemente, se paró frente a la puerta y respirando
profundamente, disminuyó la respiración, deteniéndose; ni por un minuto toca el
timbre. Impacientemente. Escucha... Se sonríe. Quiere sorprenderlo. De verdad
lo sorprenderá. Cuando abra la puerta, gritará: ¡Sorpresa! Quizás en inglés.
De
nuevo atiende.
Del
otro lado de la puerta nadie se movía. Espanta la risa. Se queda parada un
momento más, indecisa. Entonces timbra de nuevo. De nuevo nadie se movía ni
acercaba a la puerta.
Solamente
alguien pasa por el largo corredor. A su espalda. Sin ni siquiera
voltearse. Parecía más bien que quería
ocultarse. Hoy no quiere comunicarse con nadie. Sentía como los ojos de los que
pasaban le rozaban la coronilla casi abrazándole los hombros. Sonrió ausente,
un poco impaciente.
La
puerta la esperaba abierta. Ya; abierta de par en par. Detrás de la puerta - sus
brazos. Los de él. También abiertos, de par en par. Correría directamente a su
abrazo. Fuerte e impaciente.
Ahora
toca de nuevo y espera.
Timbra
una vez más y una vez más. Cada vez espera. Entre cada dos toques del timbre.
Toca
corto tres veces. Por fin su señal. Íntima. El alfabeto de Morse. El nuestro.
Solo inventado para ellos. Quién sabe lo que significaría para Morse.
Ahora
se prepara completamente a que se abra la puerta. Se sonríe. Por si él,
eventualmente, mirase por el ojo de buey. Habitualmente no lo hace. Es lo
suficientemente seguro de sí mismo para enfrentarse a cualquiera. Pero sin
embargo…, pensó.
Adentro
nadie se mueve. Nadie se movía por ningún lado.
Oía
solamente su propia respiración profunda. Mejor dicho, un profundo suspiro. Y
oía la tarde como hablaba. Ni siquiera pasaban tranvías.
Indecisa,
dio la vuelta para pasar por el pasillo. Pero, no lo hizo.
Ahora
debería de estar en casa, pensó. Aún no era la hora de salir de casa o de
regresar. Dependiendo del turno. ¡¿Dónde podría estar ahora sino en casa?! ¿O
va en la bicicleta? ¿Corre?
A
lo mejor fue por el pan. Nunca hay pan en casa. Nunca tenía pan en casa, se
corrigió. Sonrió. Por ella salía corriendo por los panecillos redondos para el
desayuno en la cama. Por los panecillos con mermelada de albaricoque o
mermelada de las frutas del bosque. Dependiendo del día. Eso le recordaba un
anuncio del centro comercial que se preocupa de nuestra salud: todos los días
en un color diferente. Para que la vida no te sea monótona. Y él diría: para
que ese día el té sea dulce. También prepararía el té verde. O negro. Depende
del día. Un poco de uva, rebanadas de algún agrumo en vez de un jugo.
O pudo salir por el periódico. Sí, de
verdad.
Sin
darse cuenta, se apoyó en la pared cerca a la puerta. Sobre la espalda sintió
su frío agradable. Respiró profundamente. Exhaló profundamente. Y de nuevo
inhaló profundamente. Le faltaban el aire y los sonidos.
Pensó:
¿y si me sentara en la escalera y esperara? Cerca de ella, el ascensor, vacío,
bajaba hacia la planta baja. Crujía como un tranvía destartalado. O un tren.
Hace mucho que no viajaba en tren. ¿Quizás viene? ¿Quizás justamente fue él
quien lo llamó?
Alguien
entró y la ruina por fin empezó a subir soplando y se fue a algún de los pisos
altos, los de puro arriba. Bajo la claraboya.
Ella
extiende las manos. Y mueve su sombra un poco. Hace ejercicios. Arriba-abajo,
arriba-abajo. Inhala. Exhala. Empieza a andar. Espera. Y luego empieza a correr
hacia abajo. Como le daba la gana.
De
una se para delante de la puerta de afuera; deteniéndose en el sitio como si
hubiera recordado algo. Existe, de repente se da la vuelta y decididamente va
hacia arriba. Con paso fuerte. Sus tacones golpeaban al ritmo. Ligeramente.
Primer
piso, segundo piso, tercer piso.
Aprieta
el timbre. Laaargo tiempo. Nada. De nuevo no oye a nadie acercándose a la
puerta. Trata de mirar a través del ojo de buey, oír algo con la oreja pegada a
la puerta. Entonces, cansada, da la vuelta sobre el primer escalón hacia abajo.
Se sienta. Hacía frío. Toma el felpudo de hierba artificial de delante de la
puerta y se sienta sobre él. Cruza los pies y las manos sobre el pecho. Piensa,
piensa, se decía a sí misma.
El
descanso hasta la mitad estaba a la luz, tan iluminado que no se le podría
fotografiar sin que la escena se quemara en su propia luz. La otra mitad se
encontraba en la oscuridad. Completamente. Alguien arriba en medio de la
habitación cerró, había cerrado una parte de la claraboya. Hacía ya rato.
A
los demás no les molestaba la oscuridad. Pues, casi todos se conocían.
De
repente se levanta y pone el felpudo de frente, se acerca decididamente a la
puerta. ¿Timbrar? ¿Timbrar de nuevo? Indecisa, solamente arañaba con los dedos
índice y medio delante el timbre.
Entonces,
cansada, empezó a bajar pie tras pie. Escalón por escalón. Le parecían altos,
amplios. ¡Cuántos son! De repente pensó: ¿cómo es posible que nunca los haya
contado? Pudo contarlos. ¿Y si lo esperase en la planta baja para que no la
pueda evitar, ni yendo para arriba o para abajo, a pie o en ascensor? ¿Si no
quiere abrir la puerta por ella?; ¿si ocultara en el sótano para que no la
vean, y para así poder ver a toda persona que pase? ¿Quizás él espera a alguien
otro? Pero, abriría la puerta, pensó.
Se
sentó abajo pudiendo ver a toda persona que pasara abajo o arriba. Nadie iba a
ningún lado. Se aburrió y decididamente, sin postergarlo, empezó a subir cada
segundo escalón como sí así resonara más fuerte. Como si cojeara. De nuevo
frente a la puerta. Indecisa. Entonces, decididamente sube un piso más. De aquí
tenía una vista fantástica de su puerta. Nadie la abre, ni nadie viene frente a
ella. En la planta baja oye los golpes en los buzones. El cartero, pensó, o
anuncios. ¿No va a subir? No. Se sentó. Le parecieron horas.
Decidió
bajar y bajando, de camino, tocó el timbre. Quizás ahora abra la puerta.
La
puerta siguió decididamente cerrada. Indiferente.
Corre
cada vez más rápido. Pasando escalón por escalón como cuando te tropiezas, das
un traspiés y a pasitos te resistes a la fuerza de la aceleración y a la caída.
Una vez no había barandilla y poco le faltó para romperse la nuca. Aquí había
una anticuada valla de hierro, forjada a mano, adornada con un encaje de hojas
y pátina. Llegando al fondo de la escalera, quiso respirar. Respirar de nuevo.
Aspiró profundamente y el aire pesado le roció los pulmones. Como agua dura.
Tirando
la pesada ala del portón, da un paso fuera. El sol quemaba desde lo alto. Enceguecida,
no veía nada. Cubre los ojos con la palma de la mano y mira a través de la
calle. A pesar de las canciones ligeras y hits del año, de la parte soleada de
la calle se había retirado todo al otro lado, en la parte fresca. Decididamente
sigue en diagonal esquivando la cebra, adelantándose a los autos que estaban
parados cerca de ella e impacientemente esperaban listos a partir.
Ausente,
automáticamente marca el código, un número de cinco dígitos y entra a su portón,
un poco de estilo barroco. Llamó el ascensor para subir. Entró. Marcó su piso.
Salió. Abrió la puerta. Enojada, entra cerrando la puerta con un golpe tan
fuerte que pensó que iba a saltar de los marcos. A este o al otro lado. Da
igual. Luego empieza a llorar.
Mejor
dicho, empieza a gemir. Como si preventivamente se defendiera del dolor que
pudiera venir. Del dolor que seguramente seguirá. Tan sólo no sabía cuándo ni
de dónde aparecerá. De adentro o de afuera.
De los pensamientos o del cuerpo, de los huesos o de los músculos. O de
ninguna parte. Así que no sabrá ni por dónde lo va a agarrar.
Acurrucada
en el suelo se da cuenta que la cortina con el golpe de la puerta abierta se
coló hacia el balcón y como oscilando, alternativamente enredada en una planta
quemada en la maceta, cubre y descubre la vista a la puerta a través de la
calle.
Soleada,
del balcón. Cerrada. Suya.
Piensa
que debería cerrar la puerta y poner el aire acondicionado. Hace calor, hace calor,
piensa acostada y sintiendo la consoladora suavidad de la alfombra bajo su
mejilla. Pero, no se mueve. Y pudiera tomar limonada. O preparar café. Quizás
sentarme a la sombra. En el balcón. Pensó: podría, podría… Pero, aquí su
pensamiento se paró. Vacilaba hasta para pensar. Como si se encontrara delante
de una puerta insuperable.
Este cuento fue publicado en el libro 20+1 como
el mejor cuento para el verano de 2013. Barco-librería, Zagreb, p. 33-37
(redactores Ludwig Bauer y la Dra. Lidija Dujić).
El
niño del domingo
(Nedjeljno
dijete)
Toca
el timbre. De nuevo alguien pide limosna. Lo mejor es hacerlo por la mañana
cuando todos están en casa. Algunos apenas salen de la cama, otros están
tomando café y leyendo el periódico. Algunos han llegado justamente de la misa
del alba o de aquella de antes del mediodía. Algunos miran la tele matinée
desde la cama. Generalmente ya se prepara el almuerzo, o mejor, eventualmente
se limpia el polvo o se saca la tabla de planchar.
En
la puerta está un desconocido.
-
Yo soy el hijo de su vecina – muestra las puertas detrás de sí, alineadas en la
oscuridad. Son cuatro. ¿Quizás este sea su niño?
Sólo
entonces oigo el llanto.
Más
maullido, detrás de los pies del presunto hijo de la vecina. Niego con la
cabeza:
- No lo
es.
Lo
siento a mi espalda, defendiéndome; él está parado.
Nosotros
no tenemos hijos.
Nosotros
no podemos tener hijos.
Si
fuese creyente, en eso vería el dedo de Dios o el dedo del destino.
- ¿De
dónde salió? – digo.
-
Se vino detrás de mí. Desde arriba. Ni me di cuenta hasta que no toqué el
timbre del departamento de mi mamá.
Agregó:
- Quizás
estaba en el pasillo en la planta baja.
- ¿Cómo
entró? – me extraño. – ¿La puerta no
está siempre cerrada con llave?
Siempre
está cerrada. Después de varios robos en este verano.
¿Posiblemente
detrás de alguien, qué sé yo? – dice el vecino. Bien parecido. Indiferente. Ya
no tan joven.
El
niño detrás de él aspira fuertemente preparándose para un nuevo ataque de
llanto.
Me
agacho y lo interrumpo:
- ¿Y cómo
te llamas?
- El niño
me observa detrás de la pierna del hombre. Sin una palabra.
- No sabe
– dije provocando al pequeño despreocupadamente.
No
dice nada.
Solamente
bufa.
- Seguramente
tienes nombre… Todos lo tienen – dije y miro sus ojos abiertos de par en par.
Nos
miramos así.
- ¡Mi
mamá! – solamente dijo por fin en vez de cualquier otra explicación.
Y
se le deslizó una lágrima.
-Y
dónde está tu mamá? – trato de nuevo pensando que así le encontraría
desprevenido.
El
pequeño tan sólo suelta un maullido.
Nada
más.
El
niño en media-pantalón roja que se le había escurrido muy abajo, sosteniéndose
de la parte baja de la barandilla, baja muy concentrado por la escalera,
escalón por escalón, luego por dos y tres, hasta el último, antes del descanso.
Por fin, quizás a causa del cansancio, dejó de sostenerse de la barandilla, se
sienta abandonándose y empieza a ahogarse en un llanto fuerte y cada vez más
ruidoso.
Sus
pequeños hombros bajan y suben rápidamente.
Parto
como si yo bajara detrás de él, pero el niño se levanta. Se pone en marcha y
espera para ver qué haré yo.
Si
sigo, veo, él también seguirá.
Hacia
abajo.
Me
paro. ¿Qué hacer? ¿Cómo logró subir?
El
niño de nuevo, como sin ganas, se sienta y llorando empieza a frotarse los ojos
ensuciando su cara ya de por sí sucia.
¿Quieres
una galleta? ¿Tienes hambre? – pregunta mi práctico marido. Justamente mojaba
sus galletas en el primer té matutino. Él observa el mundo a través del hueco
de la galleta de té. Crujiente. E impregnada en el té.
- Vaya,
deja las galletas ahora. ¿Has preguntado a alguien más?
- Toqué en
todas las puertas. No sé dónde no lo hice – contestó.
¿Quién
tiene un hijo de nuestra parte del edificio? – miro a los vecinos que mientras
tanto se asoman, que salieron de sus departamentos e iluminaron el pasillo. No
los conozco.
Ni
siquiera sé dónde quién vive. Nosotros nos pasamos al departamento en la parte
alta del edificio durante mi último embarazo, uno más de los que no logré
realizar. Entonces todavía no podíamos saber que ese sería nuestro último
intento. Pensábamos que este era el departamento más amplio para tres personas;
además ya no nos eran cómicas las bromas del vecino del ex edificio con cientos
de apartamentos de una habitación que nos proponía raptar uno de los niños que
todo el tiempo jugaban delante del edificio. Él, que en un departamento
estandardizado de veinte y tres metros cuadrados con un pequeño balcón y
despensa alineó cuatro niños, podía hacer bromas.
La
vecina de abajo, del segundo piso, cuida a sus nietos, pero solamente en días
laborales, cuando los suyos trabajan. Ahora están en su casa – dijo la vecina de
detrás de la primera puerta, cerca la puerta de la derecha, que salió también
para ver qué pasaba.
- Ellos ya
no son tan pequeños – dijo el hijo de la vecina.
-
Me parece haber visto un niño en el primer piso. Pero no estoy seguro… - dijo
una voz masculina desde el pasillo.
-
Sí, del primer piso fácilmente podría bajar a la planta baja… - dijo el hijo de
la vecina pensándolo.
-
Quizás quiso ir al campo de juegos – concluyó otra vecina. – ¿Qué padres son
ésos? ¿No saben cerrar la puerta? De la misma manera en la que salió el niño,
alguien podría entrar en su departamento. También a nuestros departamentos. ¡Hay
que decirlo!
-
Y no es necesario mucho para que un niño se vaya… Se sabe cómo son los niños.
No hemos perdido los nuestros una vez – dijo un vecino con dos adolescentes.
-
Dejar un niño de esta manera… – continuaba.
El
niño vuelve a llorar.
- No pudo
ir lejos, no tiene ni zapatos ni pantuflas – dijo el hijo de la vecina.
-
No puede venir ni de afuera, del campo de juegos, pues afuera todo está mojado y
el niño está seco. Y luego se extrañan de que los niños se enfermen – la vecina
seguía con lo suyo.
El
niño llora y llora probablemente esperando la solución, y el hijo de la vecina
está cada vez más cerca de la puerta del departamento de su madre.
El
niño de repente deja de llorar y lo sigue.
Pero,
viendo en nosotros claramente un posible obstáculo, se para.
- Si por
lo menos supiera decir algo – suspiró la vecina.
- Quizás
se le mezclaron los pisos… – digo.
Piso
por piso, de puerta a puerta. Todo igual, menos la de abajo, la puerta del
departamento del vecino exactamente debajo de nosotros, que después de dos
intentos de robo, tiene una puerta antirrobo. Él y su esposa tampoco tienen
hijos.
El
niño llora, ahora ligeramente, sorbiendo.
El
hijo de la vecina se va al departamento de su mamá para que por fin lo lleve a
su casa al almuerzo familiar del domingo.
-
Pero, no podemos dejar al niño así no más, puede perderse – casi le reprendo
como si él fuera el más responsable del pequeño, porque quién sabe por qué vino
detrás de él hasta el piso más alto y porque el niño teme de él menos que de
las demás personas.
Y
él se para.
Alguien
mencionó la policía, alguien trabajo social, el sistema.
Y
el niño sale hacia abajo escalón por escalón.
Se
apaga la luz.
El
niño se detuvo y de nuevo empieza a llorar en una de sus variantes más
tristes.
Alguien
enciende la luz.
El
pequeño nos mira en acecho.
En
realidad, nos mira cuidadosamente.
Y
de nuevo empieza a bajar de nuestro piso. Todos nosotros nos apoyamos en la
barandilla. Como si nos encontráramos en un balcón.
Ahora
me acordé; en la planta baja hay muchos niños. La vecina, esa que aparca el
coche en el lugar para los inválidos tiene un hijo y la hija divorciada,
siempre nerviosa. Quizás el niño es suyo – concluyó la vecina.
- Ella no
está casada – se extrañó alguien.
La vecina lo miró:
- ¿Qué significa
eso hoy?
Y
el niño ni siquiera nos mira. Muy cuidadoso, sosteniéndose con la barandilla,
baja hábilmente escalón por escalón; precavidamente. En la mitad de las
escaleras se para, como en una película de dibujos animados, observa la
situación esperando a que se apagara la luz y con un suspiro baja la escalera.
De
nuevo empieza a llorar a toda la voz.
Ahora
ya resuena toda la escalera y todo el edificio.
-
Se me parte el corazón – dice la vecina. – Esos padres modernos no sirven para
nada más sino para que se les quiten los niños.
El
niño, concentrado, sorbe por la nariz.
-
Eh, vamos a limpiarnos la nariz – le dijo el hijo de la vecina buscando en los
bolsillos. – Dijimos que no íbamos a llorar.
-
Qué bueno que no tenemos ascensor; sálvame Dios, podría ocurrir cualquier cosa…
dijo la vecina.
-
Vámonos nosotros dos a encontrar a tu mamá… – dijo el hijo de la vecina y
ofreció la mano al pequeño. El niño la tomó. Esperándolo con ansiedad. Los dos
hombres se van juntos y muy cautelosamente escaleras abajo.
-
¿Me arreglo? – gritó la vecina detrás de él, la madre invitada al almuerzo. Nadie
nada. Tan sólo de vez en cuando oímos el murmullo silencioso de la persona adulta.
No se oye ni el llanto del pequeño, solamente un suspiro ocasional. Profundo.
Como si hubiera emergido del agua profunda y cogiera aire.
Estábamos
todos parados sobre la balaustrada en espera y justo antes de que se hubiera
apagado la luz, alguien apretaba el interruptor para que siguiera alumbrando y así
siguió.
¡Mamá!
– por fin gritó la oscuridad desde arriba resonando como si viniera de un
granero.
Me
estremecí.
Los
dos nos miramos, esperamos un poco, deseamos a los vecinos buen provecho igual
que ellos a nosotros y entramos.
Escuchamos
como aquellos afuera, inclinados sobre la barandilla de la escalera todavía
mantienen la luz prendida. Me siento en el escalón más bajo de las escaleras de
caracol que unen nuestros dos pisos. Cansada. Ni siquiera puedo llorar. Pues,
no soy una niña.
Él
se sienta a mi lado y solamente me acaricia por la cabeza.
Ahora
puedo llorar, pienso.
La colección
(Kolekcija)
La
puerta se abrió delante de ella de par en par y detrás de ella de la misma
manera se cerró. Así lo imaginaba aquella estrella, aunque no esperaba que podría
entrar por ella. Entró moviendo las caderas, montando elegantemente en la
montura con sus tacones altos y sus piernas largas y delgadas como si todavía
se encontrara en la pasarela de los modelos y como si al final siguiera una
vuelta graciosa y no una tienda, descubriendo lo que no se sabía – una carrera
juvenil suspendida por el matrimonio.
Pues,
no puedes toda la vida trabajar como modelo-cumbre se dijo a sí misma y
decidió. Se casó. No con un futbolista. Eso que hasta entonces llevaba frente
al público o frente a las cámaras, desde ahora puede llevarlo en privado, lo
mismo; muy a menudo números únicos y pequeños, inaccesibles a otras mujeres.
Esto no cambió ni con el nacimiento de un niño y una niña que siguieron uno
detrás de otro, que ya habían crecido para ir a la escuela y al jardín
infantil. Cuando los había separado, puesto que él nunca estaba en casa a causa
de los negocios que crecían, de nuevo tenía suficiente tiempo para sí misma,
para sus amistades y compras.
Sus
bolsas y zapatos eran de verdad sus fetiches. Cuando su rival Carla – cuando se
enteró que tenía una rival, que su amor se había transformado en un triángulo
banal, no quería ni hablar, fingía que no sabía nada de eso – abrió una cadena
de tiendas especializadas solamente en las marcas mejores y más caras, llegó a
ser su cliente constante. Así decidió. De todas maneras, aquí no tienes la
posibilidad de elección, se decía.
Mientras
en otro tiempo mostraba algunos modelos en las revistas dedicadas a la moda,
ahora ellos eran su street moda y los
llevaba al mismo tiempo en que se publicaban las fotografías. Las revistas Life y secciones de periódicos – ¡ja, life, ja, escena! – escribieron de su
pasión, el orgullo de su marido, empresario, magnate. Regularmente salían
juntos sobre la alfombra roja tomados de la mano. Antes. Ahora tan sólo la
elegían como ícono de la moda o ícono del estilo, la persona mejor vestida o
con el mejor calzado.
En
la tienda de cuyo minimalismo arquitectónico después de la apertura se dieron
cuenta y la alabaron casi todas las revistas
Life especializadas en interiores, alrededor
del mediodía no había nadie. Aquí no se preocupaban de las montoneras. Salvo en
las ocasiones cuando se presentaba una nueva colección. ¿Quién puede comprar
tales zapatos y comprar rodeado de curiosos y envidiosos? Tales zapatos piden
que te concentres en el momento cuando los eliges y en aquel cuando firmas un
cheque o la tarjeta para ellos. De eso podría escribir, si no sus memorias, por
lo menos consejos prácticos, mantra para las ociosas adictas a las compras y describir
la manera como mirar a sus imitadoras por debajo del hombro.
No
sabía que Carla había dicho que de todos modos tenía que pensar sobre el cambio
de su horario – de aquel de horario de tiempo completo a aquel de turno de
mañana y tarde. No hizo ningún análisis, no creía en ningún tipo de
investigaciones, sino sólo en la práctica. Simplemente se vendía menos. No
solamente en su tienda. Y no sólo zapatos. Pero, no le preocupaban los demás.
Para nada. De todas maneras, ya tenía que salir más a menudo para hacer las
cosas afuera. Tenía que disminuir el staff,
como decía, y quiso quedarse con todas las tiendas. Solamente algunas van a
reorientarse a las con ropa masculina, otras a aquellas con ropa femenina, en
una se va a vender la ropa, en otra, zapatos, bolsas…Accesorios en todas. En
eso se gana más. Quizás en los tiempos de crisis se seguirá con algunos cambios
estratégicos y tácticos, políticos y económicos si tanto se menciona la
necesidad de estimular el aumento de consumo.
Me
gustaría ver aquellos zapatos de la vitrina – dijo despreocupadamente con el
guante detrás de espalda. Los que había comprado también en la tienda de Carla.
La joven vendedora dudo un momento.
- ¿Cuáles
exactamente?
-
¿Cómo que cuáles? Pues, quizás aquellos los más bonitos – dijo como si la
muchacha tuviera que leerle sus pensamientos. Si la dueña estuviera aquí, lo
sabría en seguida. Estaba decepcionada porque Carla no estaba aquí y no tenía
demasiadas ganas de preguntar por ella para que no se piense que le da
demasiada importancia en su vida.
Su
amiga precisamente en ese momento llegaba detrás de ella, andando como un pato
y soplando. La muchacha en este momento también la reconoció a ella por las
fotografías conjuntas de la revista que había hojeado antes, cuando de repente
entraran estas dos personas importantes.
-
Pues, ¡muestra los a la mujer, no la molestes! ¿Cómo podría saberlo…? – le dice
apenas audible con sus labios pintados de rojo. Justamente en la tienda que
habían visitado antes probaron lápices y brillos labiales y se abastecieron.
-
Pues, yo soy una de sus mejores si no la mejor cliente. ¿No es así? – lo dijo
en un silbido.
-
Pero, querida, no molestes.
Con
su uña muy roja, no artificial porque no le eran necesarias las uñas artificiales,
puesto que cuidaba y mantenía las suyas, se lo podía permitir; mostró con el
dedo unos zapatos en medio de la vitrina. Negros, de tacones muy, muy altos y
delgados.
Su
amiga como fiel seguidora pensó que ya tenía un montón de los mismos zapatos,
pero no le dijo nada.
-
Por favor, siéntese, ahora mismo lo hago. ¿Quiere usted tomar un café, jugo, un
coctel, agua mineral…?
Ellas
dos solamente movían la cabeza negando. No querían nada.
-
¿Has visto? Por Dios, yo sólo quiero comprar unos zapatos – sorprendida, puso
los ojos en blanco cuando la muchacha se fue detrás de la pesada cortina de
brocado que aún se movía detrás de ella como detrás de Zosie en el épico de
Mickiewicz, si alguna de ellas lo hubiera leído. – No le dijo que número.
Por
supuesto, le quedaron apretados.
- Podría
simplemente haberme pasado los de la vitrina, le dije. Son mi número.
- No
tenemos esa costumbre, la señora Carla dice…
-
¡Pues, deje usted a la señora Carla! Oiga lo que yo le digo, yo pago. ¿O quizás
no pago? ¿No le han enseñado que el cliente siempre tiene razón? ¿Eso no vale
con ustedes? ¡Dígale a la señora Carla que yo se lo he dicho!
Se
paró con elegancia y en unos cuantos pasos largos como si flotara fue hacia la
vitrina y la miró como si ya no la hubiera estudiado de la parte de la calle y
antes, cada par de zapatos en un catálogo separado en internet.
- A ver
qué más tienen…
Su
amiga estaba sentada e indiferente; aburrida observaba. Ya lo había visto
tantas veces. No quería comprar nada; ni zapatos ni bolsas.
- Podía haberme pasado esos bonitos. Llame a la
dueña. Llámela, le digo. No se va a enojar si se enterara de que se tratara de
mí… ¡Y dale mis saludos! – mandaba las frases a través de toda la tienda. Buen
tiro sin tirar.
La
muchacha molesta se fue hasta la caja y de nuevo detrás la cortina tratando de
llamar a la señora dueña excusándose por molestarla en una reunión tan
importante. Pasó bastante tiempo antes de que regresara con una llavecita para
abrir la vitrina.
-
La señora Carla le manda saludos – dijo feliz porque había terminado la
desagradable conversación con la dueña. Por ahora. Sabía que la conversación no
estaba terminada porque la había interrumpido en una reunión muy importante.
Siempre contaba sus errores. Cada día algo.
-Qué
zapatos quiere? – preguntó la vendedora. – Puede también ver las bolsas.
Ella
estira la mano y saca el zapato izquierdo como si fuera algo muy valioso y va
con él al elegante banquito para las pruebas. Aquí de verdad todo era elegante.
- Un
momento por favor, a ver… para traerle
también su par.
Eran
su número y mientras la vendedora trajo el zapato derecho, la clienta ya andaba
cojeando por la tienda mirándose incesantemente ahora en el espejo, ahora a su
pie, primero el izquierdo y luego y el derecho.
- ¿Qué
dices? ¿Cómo me queda en el pie? – preguntó a su amiga.
- No sé.
¿Cómo los sientes?
- Como un
guante. Ligero, ligero.
- Cuánto cuesta, tiene
que ser así – la acompañante se estiró levantando despreocupadamente una
elegante bolsita con los artículos comprados antes que cayó al suelo sin nada
de elegancia. Ella no tenía intenciones de probar ni un par.
Esto
ya duraba más de una hora. La vendedora estaba parada al lado. No quiso admirar
como le quedaban bien los zapatos, recomendar estos y aquellos, expresar
ventajas. Alrededor de sus bolsitas llenas de cosas de marcas conocidas y las
más caras, por todas partes en la importada y brillante piedra y la gruesa
alfombra, estaban tirados los zapatos probados. Toda la colección.
A
la Cenicienta le fue suficiente un zapato, pensó, pero puesto que él reúne sus
colecciones, la colección de empresas, la colección de cuadros, la colección de
relojes, la colección de mujeres como en el periodo antes de mí, así yo
alinearé mi colección.
Al
final, justo como esperaba su amiga, ninguno de los zapatos le quedaron bien.
Unos fueron demasiado estrechos, otros demasiado anchos y se le caían; unos
fueron demasiado duros, otros demasiado cortos, unos tenían un color que no
podía combinar con nada, otros eran el modelo de la primavera pasada, algunos
hechos de un material que no tenía suficiente calidad… Pisaba entre ellos y a
través de ellos. Elegantemente, muy elegantemente.
Agradeció
con amabilidad sobre los hombros, agitando las frases como un echarpe y hablando
como si se dirigiera a su amiga, pero para que la pudiera oír también la
vendedora y trasmitirlo exactamente a su jefa.
Yo
se le voy a mostrar, pensó, se lo voy a mostrar.
Si
se permitiera mostrar sus sentimientos en la cara, ellos la afearían. Todo esto
es cosa de ejercicio, en seguida se animó. Cubrió su cara con una sonrisa,
justo como lo aconsejaba la revista para mujeres que hojeaba esta mañana cuando
la peluquera le hacía los mechones. La cita del día de Jeff Tweedy: ¿Cómo luchar contra la soledad? Sonriendo
todo el tiempo.
Sonrió.
-
Pienso que de todas maneras el sábado tendríamos que dar una vuelta por Milán.
O París. Allá ya tienen nuevas colecciones. Nosotros todavía tardamos en la
moda. Ya lo veremos. ¿Quieres que volemos juntas?
Claro
que ni saludó a la vendedora. ¡Ella sólo vende! Su acompañante miró a la
muchacha con compasión. Necesitará una hora para arreglar la tienda. Qué
milagro que no corrió ya a poner el primer par en la vitrina, otro en una caja
y así en orden. La muchacha de todas maneras sonreía con indiferencia.
Solamente que se vaya, pensó. Lo más lejos. Y que deje a su marido en casa. Con
eso alegrará a la señora Carla.
En
su horario había visto escrito reuniones.
Justamente ahora. En estos momentos está con él. También estará al sábado. O el
domingo. Para aquellos que no lo han oído, corre la voz que las señoras, la que
vende y la que compra, no tienen el mismo gusto ni para zapatos ni para bolsas.
La presentación
(Prezentacija)
Cuando
también en el tercer semáforo el elegante porsche
cayenne oficial, según su estatus, empezó a tironear, su jefe, sentado a su
lado derecho y observando la mañana y el tránsito, preguntó:
- ¿Estamos
un poco nerviosos esta mañana?
La
miró ahora, alzando, lo esperado, la ceja izquierda.
-
No hay lugar a nerviosismo. Pues, no es tu primera presentación – trató de
tranquilizarla.
-
Nada especial. En realidad – dijo ella mirando el reloj. Aceleró.
Su
jefe siguió hablando; no lo escuchaba. Habían acordado todo el viernes. Ahora
le gustaría ponerse los auriculares y escuchar su música. La instrumental.
-
¿Tuviste un fin de semana difícil? Me pareces un poco rara – oyó que le
preguntaba.
-
Nada especial. Hoy mi Goran tiene la entrevista para el trabajo así que estoy
un poco tensa. La presentación saldrá bien, no te preocupes por mí.
-
No me preocupo por ti sino por el proyecto – cortó él sinceramente.
-
Aja – dijo ella conteniendo la amargura. No tenía nada que decir relacionado a
eso.
-
Pues, sabes cuanta importancia tiene para nosotros. Si lo hacemos bien, salimos
al mercado. No tengo que decirte que ahora todo depende de ti.
Ella
callaba. En otras ocasiones estaría orgullosa de sí por las palabras del jefe.
No daba cumplidos así no más.
-
Ah, ustedes las mujeres y esos sus días... Envían la gente a la luna, crean
genes y esto no lo pueden resolver de ninguna manera.
-
Pero, a ti no te molesta que tu empresa esté llena de mujeres. Te las arreglas
muy bien. Ya pienso que no estaría mal que antes de emplear a alguna mujer te
enteres también de su síndrome premenstrual.
-
¿Y por qué no? Para que concuerden en lo mínimo y para que se pueda trabajar
normalmente.
-
Aja – dijo pensando que antes habría calculado cuanto se ahorró teniendo en vez
de hombres, mano de obra femenina.
-
Nunca diría la mano de obra masculina
– pensó Clara haciendo el cambio al neutro. Ella subió lo más alto en la escala
de gerentes. Necesitó por lo menos una tercera parte de tiempo más, de en
verdad hard work, de lo que
necesitaría si fuera alguien que llevara pantalones. Aunque su jefe acostumbraba
decirle que los pantalones le quedan mejor que a algunos colegas suyos. Y los
colegas eran los jefes.
La
empresa la fundaron ellos tres durante la Facultad. Ella estaba con ellos en el
mismo año y en la cafetería, pero no la invitaron como fundadora sino después
como ayudante. Porque ellos, digamos, creen en ella. Goran estaba ofendido
porque a él ni siquiera lo invitaron, aunque él también estudiaba con ellos.
Terminó relaciones públicas en una empresa estatal. Clara le encontró trabajo
porque comprendió que él no tenía mucha prisa ni siquiera ahora cuando pagaban
las cuotas de un préstamo bastante grande para el departamento. Un departamento
correspondiente a su estatus. Cuando empezaron a despedir gente a causa de la
crisis, primero limpiaron las relaciones públicas, dos mujercitas principiantes
y a él.
-
De todas maneras, tu mujer te encontrará otro trabajo – le dijeron.
Él
esperaba, esperaba y ayer le subió la presión; estaba nervioso porque su equipo
perdió el partido decisivo en el torneo de mini fútbol. ¡Qué horror! Se
quedaron sin la copa transitoria. Además, la había persuadido de que su empresa
fuera auspiciadora.
Y
además de eso, los padres de él estaban invitados al almuerzo del domingo; era
su turno y tuvo que justificar su ausencia y luego en la cocina, mientras su
suegro se entretenía con comentarios políticos que decía a su barba mirando la
emisión El domingo a las dos, hubo
que escuchar el comentario usual de su suegra sobre el reloj biológico. Ella
seguramente lo sabe porque trabajaba como profesora de biología en el Primer Gimnasio.
-
Daría todo por una niñita pequeña – suspiraba la vieja de Goran. – Lo tienen todo, todo. Menos un hijo. ¡Esa
emancipación suya! Y mi viejo quisiera tanto tener un nieto. ¡Ustedes los
jóvenes no tienen ni idea qué deseo es ése! ¡El amor!
Luego,
al final, en voz baja se dirigió a Clara:
- Si
tienes algunos problemas, arréglalos a tiempo.
La
madre ni siquiera pensó que su hijo podría tener problemas de reproducción.
Esta vez los tenían ambos: cuando no le llegó la regla, en los primeros
momentos pensaba que esto era, no por la primera vez, a causa de demasiado estrés
– el proyecto, China y..., así que fue donde el ginecólogo. Estaba preparada
para todo, pero no para un embarazo prematuro. La ironía en la metáfora: para
ellos esa prueba fue positiva.
- No sé cómo
pasó eso – dijo solamente.
- Así como
habitualmente pasa – se rio la doctora. e
Clara
estaba feliz porque su ginecólogo participaba en una conferencia en ultramar y
que no atestigüe su vergüenza. Como si fuera una campesina.
Lo mejor
sería resolver ese problema antes de viajar a China.
La
doctora, joven e ingenua, le dijo que se pusiera de acuerdo con su marido y le
avisara.
Como
si tuviera la intención siquiera de mencionárselo. Solamente abriría una
discusión inútil, para nada. Y si la tuviera y él no encontrara trabajo, sería
una mala niñera. No se atrevería a
dejarle el niño para que lo cuidase. Y ella, haciéndose cargo del trabajo que
hace ahora, en el contrato firmó también una cláusula secreta que en cinco años
no tomaría licencia de maternidad. Faltan tres años y medio. Gerente, estaba
escrito en su puerta. Ya tendrá tiempo para tener un hijo. Si todo lo planea
con cuidado. Si todavía estén juntos.
Esta
mañana simplemente cubrió sus ojeras con el corrector. Debajo de las capas de
polvos con el que cubrió bien el sudor indeseado, estaba completamente pálida.
Pálida como su elegante camisa de seda de costura doble y a la diagonal de abotonadura profunda bajo la garganta.
No
se atrevió ni a comer ni a beber, aunque no tenía náuseas.
Clara
salió del coche en el enorme parqueadero de la corporación, abrió la puerta
posterior y automáticamente, totalmente ausente, cambió los zapatos deportivos
con unos zapatos elegantes de tacones altos con los cuales de ninguna manera
podría apretar el acelerador, el freno o el embrague y que quedaban bien con su
traje gris de negocios y prolongaban sus largas, elegantes y también perfectas
piernas. Ellas eran su beca en la época de estudios cuando participaba en los
desfiles y conocía gente.
Su
coche, con su música que era regalo de la empresa, metafóricamente confirmó que
estaba cerrado con llave, y ella, como si se encontrara en una pasarela,
decididamente pasó entre los coches aparcados. El jefe trotaba ligeramente
detrás de ella, su musa corporativa.
La
presentación era de ella.
-
Muy bien, excelente, muy profesional – después de la presentación le ofreció la
mano el encargado del proyecto greenfield
en el que colaboraban. También la ofreció a su jefe que no pudo saber que
la habían tratado de robar para ellos:
-
En seguida prepararemos el contrato para firmarlo.
Su
jefe brillaba.
-
Antes del viaje a China, Clara preparará también aquel análisis del que
habíamos conversado así que pueden dirigirse a los bancos. Si nos ponemos de
acuerdo acerca de ese trabajo, Clara lamentablemente nos abandonará por algunos
años porque le dejaremos la dirección de un gran proyecto en Shanghai.
A
ella todavía no le había dicho eso. No tuvo tiempo ni para sorprenderse. Muy
feliz, solamente pensó que China está lejos de todo. Del torneo en mini fútbol.
De los almuerzos familiares del domingo. De esperas.
Solamente
no está lejos de los relojes. Los chinos, además, tienen muchos relojes
baratos. Para medirlo todo. Con el tictac y sin él.
-
Y ahora los invito a tomar champán. ¡Directamente de Champaña! Tenemos que
brindar por nuestro trabajo como Dios manda – dijo el socio.
El
camarero ya daba vueltas entre unas diez personas sirviendo champán en copas de
patas largas en las cuales distintivamente se hacían las burbujas según el
método clásico por su futuro éxito común.
-
Para la dama – dijo el socio ofreciendo la copa a Clara. – ¿Quiere quizás un
canapé pequeñito?
La
dama piensa que ya se siente mal de los diminutivos.
De
la colección de cuentos cortos: En la red
(Umrežena)
Traducción:
Željka Lovrenčić
Božica Brkan (1955)
es periodista, autora de blogs, redactora y editora. Se graduó en literatura
comparada y letras polacas en la Facultad de Filosofía y Letras de Zagreb.
También estudió periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas. Trabajaba
más de tres decenios como periodista profesional. Es la ganadora del premio
anual de la Sociedad de Periodistas Croatas Marija
Jurić Zagorka para el año 2000, por el artículo mejor redactado para el
suplemento El Jardín del periódico Večernji list (Diario Vespertino). Dio
clases de estilística en la Cátedra de comunicología en la Facultad de Estudios Croatas. Es
autora de un gran número de libros de cocina editados en grandes tirajes,
novelas de amor, columnas y blogs que le posibilitaron el título de protectora
de la herencia y la gastro-escritora – pionera. Escribe
en la lengua literaria estándar croata y en el dialecto kaikaviano, o sea, la kekavica
de Moslavina. Su prosa y su poesía fueron premiadas con muchos premios y publicadas
en revistas, anuarios y antologías traducidas al inglés, alemán, español,
búlgaro, esperanto y al dialecto croata chacavo. Ha
publicado once libros de prosa y poesía.
(Ž. L.)
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