¿Por
qué estar en contra de la globalización? ¿Habremos de tener una postura
radical, intransigente, hasta violenta, que no permita por ningún motivo que
ese aparente paraíso donde todos podemos acceder a la cultura, a la
información, e incluso a los asuntos más banales y pasajeros esté al alcance de
todos? Si se mira desde este punto de vista las cosas parecen extraordinarias,
la globalización es la “panacea” del siglo veintiuno (sobretodo con
herramientas como Internet, los satélites, la televisión, la radio, el chat, Facebook,
YouTube, Twitter y todas las redes sociales existentes). Pero, ¿es tan así como
aparece y parece? A mi modesto parecer, no lo es. No estoy en contra de las
relaciones que puedan favorecer e incrementar el desarrollo intelectual,
cultural, hasta emotivo de los pueblos: no, por ningún motivo, pero tampoco
estoy por aquellos “metamodelos” o por la estandarización de una forma de
pensar, de sentir, de actuar y, casi “pavlovianamente”, de reaccionar.
Seamos
honestos, ¿acaso la globalización ha incrementado de forma extraordinaria la
cultura, las artes, la sensibilidad, la estética? Me parece que no. Creo, como
y con muchos otros, que se trata de una “trampa” muy bien articulada (a través
de los medios y las redes sociales) que sólo pretende imponernos ideas, modas,
estereotipos y hasta formas de pensar que anulan el derecho a la discrepancia y
a la libertad (¿se acabo el “libre albedrío”?). Y en este punto, ¿hasta dónde
existe esa aparente democracia de la globalización? ¿Todos queremos comer las
hamburguesas de Mac Donald’s, todos queremos tal o cual perfume del “Duty Free”,
o beber la mentada Coca-Cola? Nos han ido acostumbrando a aquello,
perversamente. Primero, por supuesto, por razones económicas (las cuentas del
capital han de engordar infinitamente), segundo, porque es más fácil producir una necesidad
compulsiva a gran escala que individualmente (por supuesto utilizando la
técnica del bombardeo incesante donde todo es “maravilloso” hasta cuando se estropea[1]). De hecho, aquel
individualismo egoísta que tanto se criticó en los años setentas y ochentas
pareciera ser la solución (aunque una solución con trampas secretas, pues,
igualmente, se fortalece el yo sobre el otro, se pierde el valor de la
solidaridad y lo que es aún peor, se incrementa la soledad). ¿Cuánta gente pasa
horas y horas frente a una pantalla –sea de su computador o del televisor-
secando su cerebro hasta masticar el “soma”, al decir de Aldous Huxley en su Mundo feliz? ¿Cuánta gente muere sola en
su casa hasta que el hedor alerta a los vecinos y finalmente entierran al
fallecido? Por eso el individualismo tampoco es la solución y, además, porque
la globalización con la avalancha de productos que nos aíslan de los demás
puede penetrar de uno en uno, pero en todos y como dije, masivamente (y eso es
lo grave) pretendiendo entregarnos un confortablemente mundo virtual (y tampoco
estoy en contra de internet ni de las computadoras, yo mismo los uso
frecuentemente) donde la aparente belleza, la mentira, el ocultamiento, la
falsa información, las teorías conspirativas, el pánico a no salir de casa, la
paranoia delirante del que teme todo lo que vive fuera de sus muros se
transforma en una vida “a medias”, mediatizada, hostil, hasta anacoreta… ¿Y qué
pasa con los niños y la globalización? Desde pequeños los inducen a tener tal o
cual juguete o producto, a quedarse en casa con el “Play Station” o viendo un
DVD de Walt Disney mientras los padres hacen el amor de forma mediocre y creen
que la infancia de sus hijos se multiplica en saberes y conocimientos. Recuerdo
mi infancia: los juegos en el barrio, las canicas, el trepar árboles, el
contactarse con los animales no como “mascotas” sino como seres tan vivientes y
emotivos como los humanos. La experiencia de haberse herido una rodilla, de
recibir la atención de la madre o del padre cada vez existe menos: ahora, se
toma el automóvil y, aunque sea un simple rasguño, se atiende al pequeño en el
servicio de urgencias de un hospital o de una clínica privada[2]. Los padres se
desentienden, los hijos se aíslan, la sociedad nos demanda (y vaya si nos hace
trabajar para ganar unos pocos centavos), todo se “esteriliza y separa” bajo el
paraguas de una suerte de afecto, no de amor, de una suerte de complicidad y no
de solidaridad, que, a veces, llega a producir asco de ser miembro de la especie humana. ¿Y
la globalización? Allí está otra vez campeando con sus botas gigantes sobre los
ingenuos que votan a políticos que los engañan prometiéndoles con pactos, “tratados
de libre comercio”, dineros del “Fondo
Monetario Internacional” que irán en
ayuda de los más necesitados. Y así me pregunto una vez más, casi,
frívolamente, ¿qué pasa con África?, ¿qué pasa con el mundo que no reacciona?
Todos nos admiramos de China que ha llegado a ser el segundo país más rico del
mundo, pero que nos ha invadido –con su globalización- de millones de cosas útiles
e inútiles. Hace unos días un amigo me decía: “Te has dado cuenta que la
mayoría de los objetos que nos rodean son fabricados en China?” Y no es que
este, otra vez, en contra de China (aunque sí de su política “socialista
capitalista”) ni contra Estados Unidos (que impone moldes para pensar en lo que
a ellos les conviene) ni contra ninguna nación o estado. Es la clase política
–si podemos llamarla así- la que se deja engañar por la clase económica (en mi
país, Chile, la distribución de la riqueza es una vergüenza, los ricos manejan
casi todo el dinero, la clase media trabaja como hormigas y los pobres se
quedan ahí en la mas abyecta pobreza[3]). Son los ricos que mandan
a los políticos que, a su vez firman tratados
y todo bajo la perfumada burbuja de la idealizada globalización.
[1] ¿No es verdad que años atrás las cosas,
cualquiera que estas sean tenían una vida útil más larga: y me refiero a la
ropa, a los electrodomésticos, incluso a los edificios, etc.?
[2] Y por supuesto no me refiero a
enfermedades terribles, fracturas o problemas graves, sino a simples
rasmillones que perfectamente pueden ser curados en casa.
[3] Aunque, en justicia, hay que reconocer
que Chile ha avanzado considerablemente en la erradicación de la pobreza y de
la miseria en estos últimos veinte años, independientemente del partido
político que gobierne. Esto ha transformado al país en uno de los más pujantes
(y neuróticos) de Hispanoamérica.
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